Se sabía desde siempre que Ricardo Piglia llevaba un diario que se proponía publicar algún día. Los rumores y las especulaciones de toda suerte sobre los alcances del diario habían terminado por conferir a éste una reputación casi legendaria. La cosa se enfrió un poco cuando, años atrás, se publicaron unas cuantas entregas en Babelia. A muchos les resultó aquello bastante decepcionante. Pero la noticia de que, impelido acaso por la grave dolencia que padece, Piglia se había decidido por fin a publicar el diario más o menos en su integridad reavivó la curiosidad sobre el mismo. Y he aquí que la rentrée de este año tiene por una de sus estrellas indiscutibles Los diarios de Emilio Renzi: Años de formación (Anagrama), primero de los tres volúmenes en que está previsto que aparezcan, convenientemente camuflados bajo la autoría de su bien conocido álter ego, los diarios de Piglia, quien -genio y figura hasta la sepultura- no ha resistido la tentación de discurrir, para darlos a la luz, un sencillo y sutil dispositivo destinado a ampararlos e irisarlos.
El resultado es, de momento, extraordinario. Este primer volumen, que cubre los años de 1957 a 1967, es decir, los de la adolescencia y primera juventud de Piglia, constituye una lectura recomendabilísima por muchas razones, la más evidente la que lo señala como apasionante cuaderno de bitácora en que se asiste a la forja de un escritor que, para serlo, se convierte primero en un implacable lector.
Ya hay quien hace en estas mismas páginas la reseña del libro (que tiene entre sus modelos abiertamente invocados El oficio de vivir, de Pavese). Yo quiero limitarme aquí a destacar, entre sus múltiples hilos de interés, el que documenta, desde la perspectiva de un inquieto y talentudo escritor argentino en ciernes, el horizonte de inquietudes y de expectativas en que emergió, medio siglo hace, lo que se conoce como boom de la narrativa latinoamericana.
Estirar de este hilo conduce a atisbos enormemente esclarecedores, que ayudan a corregir algunos tópicos consolidados. Conviene recordar que el año en que se cierra este primer volumen, 1967, es el de la publicación de Cien años de soledad, de cuya primera lectura por parte de Piglia queda un significativo registro. Pero es también, importa subrayarlo, el de la publicación del primer libro del propio Piglia, La invasión, cuya lenta y esforzada génesis constituye, de hecho, el eje de este primer volumen de su diario.
La obra de Piglia empezó a publicarse en España muy entrados los años noventa, es decir, con casi tres décadas de retraso. Nuestra percepción de este autor, como la de tantos otros, está distorsionada por las dramáticas taras del sistema de circulación literaria entre una y otra orilla del Atlántico. A efectos de recepción, Piglia es para casi todos nosotros un autor recientemente emergido, muy posterior, en cualquier caso, a la pléyade del boom. Cuando en realidad, desde un punto de vista "técnico", por así decirlo, podría haber sido aupado por la ola expansiva de aquel fenómeno.
Como sea, el joven Piglia, preocupado siempre por perfilar la tradición en que aspiraba a engarzarse, fue leyendo con criterio admirablemente exigente y discutidor las obras aún novedosas que iban publicando por entonces autores como Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, de quienes no se sentía demasiado alejado generacionalmente. Más bien se sentía alineado con muchas de sus inquietudes tanto formales como ideológicas, solidario en su común búsqueda de una "nueva cultura" para el continente, algo que a sus ojos pasaba por la conquista de una lengua propia.
En este sentido, Piglia observa con satisfacción cómo "se ha empezado a crear una lengua literaria múltiple, ligada a la ruptura del predominio español"; algo que atribuye a "tendencia al realismo lingüístico y a la mímesis de la oralidad". "El encuentro con la lengua hablada de cada país (Cabrera Infante, Rulfo, Cortázar, etc.), a la vez que nos separa de la supuesta lengua madre (el español), recorta y unifica la literatura de América Latina", observa Piglia en 1967. ¿Qué queda de esto, medio siglo después?, podríamos preguntarnos. Pero son las consecuencias políticas que Piglia arranca a esta tendencia las que tiene mayor interés escrutar.