Leo intensamente los diarios de Jaime Gil de Biedma. Lo hago en la impecable edición que Lumen acaba de publicar al cuidado de Andreu Jaume, a quien Carmen Balcells tuvo el acierto de confiar la publicación de los diarios completos del escritor, incluidas tres importantes secciones hasta ahora inéditas. De momento sólo llevo leídos el prólogo de Jaume -excelente, como cabía esperar- y el ya conocido Retrato del artista en 1956, un texto que uno diría que ha mejorado con el tiempo. Entre las cosas que han llamado mi atención al releerlo, está el malestar no exento de cinismo con que Gil de Biedma vive, durante su primera estancia en Filipinas, una degradada experiencia colonial, por así llamarla. Y digo degradada porque la panda de mercaderes, hacendados, administradores y diplomáticos con que se codea en Filipinas no deja de constituir una casta epigonal, que al amparo de Estados Unidos remeda las maneras y los privilegios de la vieja colonia española.
Mientras leía esas páginas, me decía que, salvadas las distancias, lo más comparable a una experiencia como la vivida por Jaime Gil en Filipinas es, para no pocos de nosotros, la de visitar como turistas cualquier país del Tercer Mundo. El turismo, es sabido, no deja de constituir una nueva modalidad de colonialismo, por mucho que quienes la protagonizan lo hagan a menudo imbuidos de valores humanistas, saludablemente abiertos a la otredad, vacunados de condescendencia.
A este respecto, no me resisto a copiar aquí un pasaje de los diarios que también Jaume destaca en su prólogo. Se enmarca en el relato de una visita a Hong Kong, durante la cual Jaime Gil sale una noche a la búsqueda de alguna aventura sexual. Acaba en la compañía de un joven que, pese a advertir que no le gustan los chicos, lo invita finalmente a subir a la habitación que comparte con su hermano. Se trata, escribe Jaime Gil, de "el cuchitril más miserable que he visto en mi vida: un cubo de dos metros de pared a pared y de uno y medio de altura" en el que el joven, cándidamente, lo invita a dormir. Jaime Gil no ve la manera de eludir la invitación y pasa una horrible noche en vela allí tendido, esperando a que amanezca para salir pitando y regresar a su hotel.
"Entonces algo me dejó aterrado: descubrí que yo me iría. Me iría de allí, me iría al hotel, me iría de Hong Kong, me iría a Manila, luego a España. Y en el hotel y en Manila y en España y en cualesquiera otros sitios que fuera, me tumbaría en una cama, tendría un cuarto de baño y una maquinilla de afeitar, una silla para sentarme y un libro que leer. Otros en cambio saldrían por la mañana, al tiempo que yo, pero no se irían. Cuando llegase yo al hotel ya estarían ellos en el trabajo, y a la noche siguiente, cuando yo me desnudase libre ya, rico otra vez, ellos entrarían otra vez allí, se arroparían en la misma pelliza nauseabunda, se dormirían otra vez rendidos, instantáneamente. Así días, días, mientras yo estoy en Hong Kong o en Manila, al tiempo que vuelo hacia España, mientras me levanto en Barcelona, viviendo en horas distintas. Y si regreso alguna vez, ellos, y si no ellos otros como ellos, miles como ellos, seguirán por años y por años, sin esperanzas de hotel, sin esperar rabiosamente que den las siete para escapar y saltar al otro lado de la vida. Y eso, la miseria absoluta, el vivir continuamente hostigados por las necesidades, aterrados, rechazados, retrocedidos al último escalón de la sobrevivencia, será su vida humana, será toda su vida".
Imposible expresar con más nitidez la infranqueable barrera que separa al turista del indígena, por buenas que sean las intenciones con que aquél busque establecer un contacto de igual a igual. Nada como estas palabras para responder a la contrariedad y la decepción con que se salda frecuentemente ese ingenuo impulso del viajero multiculturalista, contestado por el otro con perplejidad, resignación o suspicacia inevitables, con mirada burlona o resentida, mientras escruta la manera de desplumar al "gringo" que tantas atenciones tiene con él.