Hace ya mucho que la crítica -género, más que ningún otro, en permanente cuestionamiento- reclama una completa refundación de su lenguaje, de sus mecanismos, de sus presupuestos. Así es con tanto más motivo en cuanto su sede natural -el diario o la publicación periódica convencionales- lleva ya demasiado tiempo en crisis, con la obligación también de refundarse. Cunde la expectativa hacia nuevos formatos críticos capaces de abrirse paso en la jungla mediática y sintonizar con los nuevos consumidores culturales, suspicaces respecto a todo gesto de autoridad, reacios a establecer distinciones entre alta y baja cultura, viciados por el plebiscitarismo que fomentan las redes sociales, felizmente instalados en la utopía de la inmediatez y la horizontalidad.
Así las cosas, conviene permanecer atento y tomar nota de toda manifestación crítica que señale nuevas vías de actuación, por muy peregrinas que sean. Y ya que he empleado el término "manifestación", quiero traer aquí el caso relativamente reciente del movimiento conocido como Renoir Sucks at Paiting (más o menos traducible por ‘Renoir apesta como pintor').
Hago un apresurado recuento del asunto, sobradamente divulgado. Se trata de una plataforma surgida en Boston con el propósito de desalojar del Museo de Bellas Artes de esta ciudad los cuadros de Renoir que, según los impulsores del movimiento, desacreditan a la institución y no están ni mucho menos a la altura de los grandes maestros allí reunidos. A través de Instagram, se convocaron manifestaciones frente al museo, cuyos participantes -más bien escasos, todo hay que decirlo- llevaban pancartas con lemas tales como "Contra el terrorismo estético", "Dios odia a Renoir", "No somos iconoclastas: Renoir apesta como pintor".
La iniciativa es sin duda chocante, y cabe preguntarse qué sentido tiene. Eludo valorar aquí el legado de Renoir como pintor, sin duda cuestionable, sobre todo a partir de cierto momento de su trayectoria, en que se convirtió en algo así como el Lladró del grupo impresionista. Lo que llama mi atención es la iniciativa en sí misma: esa saña, esa intransigencia, esa capacidad de militar en contra de algo al parecer tan inofensivo como la exhibición de un puñado de pinturas más o menos detestables.
Frente al relativismo imperante, sobre todo en cuestiones estéticas, donde prevalece la estúpida premisa de que "sobre gustos no hay nada escrito" (¡como si no hubiera bibliotecas enteras sobre el tema!), los impulsores de Renoir Sucks at Paiting parecen tomarse bastante en serio una cuestión en apariencia tan menuda como la de que un pintor que ellos juzgan mediocre pertenezca al canon artístico. El estupor -así sea teñido de choteo- que ello produce es ya indicio elocuente del papel cada vez más decorativo y accesorio que vienen desempeñando las artes en la cultura contemporánea.
Pues se trata de un pintor impresionista, recuérdese el escarnio que en sus inicios padecieron los pintores de esta escuela, patente ya en la etiqueta empleada para designarlos (cuyo origen, como es sabido, es un despectivo comentario del crítico de arte Louis Leroy). Las manifestaciones públicas de rechazo a determinadas obras de arte o a determinados artistas cuentan con abundantes precedentes, algunos de ellos recientes, como, a comienzos de los noventa, el manifiesto impulsado en Barcelona por Oriol Bohigas contra la torre de Telefónica de Calatrava.
En el campo de la literatura, recordemos, por ejemplo, a la generación del 98 en pleno suscribiendo un manifiesto contrario a la concesión del premio Nobel a Jacinto Benavente. ¿Cabe imaginar hoy iniciativas semejantes, por muy emputecido que esté el mundillo literario?
Y sin embargo... ah, sin embargo, no dejaría de ser reconfortante que cundieran, en el modo que fuera. Imagino a esforzados activistas plantándose a las puertas de la RAE para impugnar la elección de algunos de sus miembros. O manifestándose contra los mecanismos que rigen la concesión de los grandes premios nacionales. O protestando contra el patrocinio estatal de según qué bochornosas exposiciones. Etcétera.
Más allá de lo anecdótico, significaría acaso que aún queda alguna esperanza, después de todo. Que hay quien estima todavía que, cuando se trata de arte o de literatura, hay algo en juego más allá de gustos y de fenómenos comerciales. Y que subsiste, por lo tanto, un margen para la crítica.