Salvadas las excepciones de rigor, tan honrosas como discretas, lo cierto es que, en el transcurso de las cuatro últimas décadas, la narrativa española ha dedicado una atención más bien escasa al terrorismo de ETA, asunto que ha solido tratar, las pocas veces que lo ha hecho, de forma bastante elusiva, y desde un punto de vista preferentemente sentimental, mucho antes que interpelador, indagatorio o reflexivo. Es característica la renuencia a abordar abiertamente los conflictos políticos, como si éstos sólo fueran susceptibles de convertirse en materia literaria cuando, ya desactivados, van perdiendo incidencia y peligrosidad, y sólo dejan oír sus tambores lejanos.

Han transcurrido cuatro años ya desde que ETA anunciara el abandono de la lucha armada y, aunque las heridas continúan abiertas, va cumpliéndose el plazo que ponga punto final a la tácita cuarentena en que suele ser confinado un tema así, que no ha de tardar, ya lo verán, en ser pasto de novelistas resueltos a explorar en los resortes de la culpa y del arrepentimiento, en las ambigüedades morales que rodean las situaciones de violencia, en la soledad de los verdugos, en la piedad de las víctimas y en tantas otras cuestiones atractivamente lábiles y conmovedoras. Menos previsible es que alguno se tome el trabajo de intentar contarnos qué pasó más o menos realmente, qué se ha hecho de unos y de otros, de tanta sangre, de tanto dolor, de tanto odio, de tanta palabrería.

Entre las novedades más reseñadas de la rentrée literaria se cuentan dos novelas breves que tienen a ETA por trasfondo. Me refiero, sí, a El comensal, de Gabriela Ybarra (Caballo de Troya), y a El camino de los difuntos, de François Sureau (Periférica). Las dos evitan tocar el tema de frente; las dos se sirven de un calculado laconismo; las dos emplean una resultona fórmula confesional ribeteada de autoficción.

A partir de aquí, comienzan las diferencias. El de François Sureau (París, 1957) es un refinado producto de bisutería moral, tanto más repelente en cuanto uno cobra conciencia de que el supuesto testimonio autobiográfico carece de fundamento constatable: el ex etarra de cuyo asesinato se confiesa Sureau remotamente responsable no existió realmente, su nombre es fingido, pero también lo son casi todas las circunstancias que, desentendiéndose del rigor que exige tratar un asunto así, permiten al autor presentar a su protagonista como una especie de mártir tardío del antifranquismo, víctima de las hipotecas y deficiencias de una democracia aún en rodaje, como era la de la España del año 1983. Engatusado por una prosa vanidosa y perfumada, que parece humear de la pipa que Sureau sostiene entre dientes, el lector asiste atónito al incomprensible ejercicio de expiar pública y compungidamente una culpa que se revela inventada, en una ceremonia de arrepentimiento que exuda por todos lados coquetería y fatuidad.

Muy otro es el punto de partida de Gabriela Ybarra (Bilbao, 1983), nieta de una víctima de ETA (Javier de Ybarra, secuestrado y ejecutado por la banda armada en 1977) y crecida en el seno de una familia permanentemente amenazada. El laconismo le sirve a ella para depurar su texto de emociones tóxicas y brindar fríamente los hechos (el asesinato de su abuelo, el acoso a su padre, la posterior muerte por cáncer de su madre) vaciados de toda interpretación. Pero, sin cuestionar la plausible honestidad de su propósito, infinitamente menos frívolo y relamido que el de Sureau, ese laconismo hurta al lector datos importantes con que encuadrar esos mismos hechos, y la renuncia al significado, la impávida asunción de los hechos por sí mismos, abstraídos de toda secuencia y de todo sentido, conlleva en sí misma una toma de postura.

Superponer la muerte del abuelo y de la madre, igualándolas en el dolor y el estupor, supone atribuir a la muerte la capacidad de anegarlo todo, la potestad de condonar el sentido y sus implicaciones, de relativizar toda explicación. ETA, sin embargo, no fue un fenómeno de naturaleza, sino de cultura, en un sentido que involucra la historia y la política, y como tal reclama lecturas, juicios, balances, tal vez aprendizajes, más allá de su simple y escueta y doliente y acaso oportuna constatación.