En el encantador libro donde rememora las enseñanzas que le impartía Francis Scott Fitzgerald (Lecciones de un Pigmalión, se tituló en España, publicado por Elba), Sheilah Graham dedica un agridulce pasaje a los productores de los grandes estudios de Hollywood, empeñados en imponer finales felices a cuantos guiones caían en sus manos. Graham se refiere en concreto al guión de Tres camaradas (1938), película basada en la novela homónima de Erich Maria Remarque en cuya adaptación trabajó Fitzgerald. El productor de turno quiso cambiar el trágico final, alegando que si el personaje que encarnaba Margaret Sullavan sobrevivía la recaudación aumentaría sensiblemente. Fitzgerald le recordó que la Dama de las Camelias también acababa muriendo y que eso no había impedido enriquecerse a unos cuantos. El productor se lo pensó unos instantes y replicó: "La Dama de las Camelias habría recaudado el doble si Garbo no se muere". "¿Y qué nos dice de la mayor historia de amor de todos los tiempos?", le preguntaron entonces, "¿qué pasa con Romeo y Julieta? No pretendería dejar viva a Julieta, ¿verdad?". "Más a mi favor", repuso el productor. "Romeo y Julieta no hizo ni un centavo".
Durante décadas, los finales felices han sido marca de la cultura de masas, que sigue prefiriéndolos a toda costa, y forzándolos toda vez que tiene ocasión, aun a pesar del prestigio que no dejan de detentar los finales trágicos. Los argumentos crudamente monetarios del mencionado productor refuerzan las suspicacias respecto a los finales felices, de los que se suele pensar que adulan al gran público al precio de enmascarar la sordidez de la realidad. Hay, sí, razones ideológicas que mueven a impugnar el idealismo falsificador de los finales felices. Conviene reparar, sin embargo, en el profundo arraigo que en el alma humana (cualquiera cosa que ello sea) tiene la siempre recalcitrante expectativa de que las cosas, en general, terminen bien; y a lo mejor no está de más derivar de ello algunas consideraciones capaces de polemizar con una tendencia al fatalismo que encubre no pocas veces posiciones conservadoras.
Recuerdo a Patti Smith hablando de su hermana Linda, una sencilla trabajadora aficionada a distraerse con la lectura de novelas románticas. Linda había terminado la lectura de no sé qué libro de una de las hermanas Brönte, y todavía entre lágrimas le pidió a Patti que por favor lo reescribiera, ella que sabía cómo, haciendo que terminara bien.
Por los años veinte, la industria hollywoodiense emprendió la titánica tarea de reescribir no pocas novelas modernas alterando su final, siempre con vistas a que las cosas acabaran bien. No hay que desdeñar la dimensión utópica de esta empresa, por muy interesadas y espurias que sean sus motivaciones. Fue en una película malísima donde escuché por primera vez una sentencia que luego he visto repetida en muchos lugares, no siempre recomendables. Venía a decir algo así como: "Las cosas siempre terminan bien. Si no terminan bien, es que no han terminado".
Propongo tomarse en serio esta cándida declaración de optimismo, y arrancarle todas sus consecuencias políticas, y no sólo éticas. Se trataría de no sucumbir impepinablemente a la pragmática dictadura de un realismo siempre descorazonador, de reivindicar el inconformismo latente en la imaginación popular, que se niega a aceptar que las cosas terminen mal, tanto para las personas como para su sociedad.
La estética del fracaso, a la que tan proclive es la narrativa española, ampara no pocas veces una visión del individuo y de la historia que entraña una tácita connivencia con el statu quo, con el orden establecido. Recuerdo en este punto dos soberbios ensayos de Belén Gopegui, reunidos ambos en Rompiendo algo (Ediciones UDP, 2014). Se titulan, elocuentemente, "La responsabilidad del escritor en los relatos de victoria y derrota" y "Literatura y política bajo el capitalismo". En el segundo de ellos se lee: "Los sentimientos pensados en la literatura han sido los sentimientos pensados en la sociedad, y sólo la conjunción de factores de lucha, azar y militancia ha permitido a veces que, en el seno de sociedades capitalistas, la literatura dejase de transmitir el discurso de las clases dominantes y acertara a pensar, representar y escribir otra vida".