Entre mediados de los setenta y comienzos de los ochenta concurrieron en Barcelona -en la Barcelona aún no embaucada por el olimpismo, aún no desbancada por Madrid como capital fiestera de la contracultura peninsular, aún no gravemente arañada en su línea de flotación por el iceberg del nacionalismo-, concurrieron, digo, unos cuantos tipos de difícil catadura, de esos que cualquier sheriff experimentado enseguida barrunta que van a traer problemas. Pienso en Roberto Bolaño, llegado en 1977 desde México, donde él y Mario Santiago, al frente de los infrarrealistas, armaron la bronca. Pienso en Osvaldo Lamborghini, llegado a finales de 1981, y que lo primero que hizo fue ir a visitar a su antiguo amigo Germán García, la única persona que podía ayudarlo, con quien se puso a conversar primero, luego a discutir, para acabar los dos enzarzados en una violenta pelea en la que García, mucho más corpulento, se fracturó una mano. Pienso en Alberto Cardín, llegado en 1973, también desde México, y que, al tiempo que impulsaba notorias revistas de vanguardia literaria, no cesaba de sembrar la discordia allí por donde pasaba.
Los tres murieron jóvenes. Sólo Bolaño llegó a cumplir los cincuenta años. A Lamborghini se le paró el corazón a los cuarenta y cinco. Cardín murió a los cuarenta y cuatro, de sida.
No consta que llegaran a conocerse, ni siquiera a cruzarse en ningún momento, a pesar de que es fácil establecer entre los tres hilos de contacto, sutiles pero significativos (Bolaño, es sabido, leyó con fascinación a Lamborghini; éste y Cardín orbitaron en diferentes momentos alrededor de la carismática figura de Óscar Masotta).
Bolaño y Lamborghini se han convertido con el tiempo en figuras hasta cierto punto míticas -bien que de muy distinto signo, de muy desiguales dimensión y fortuna-, uno en el epicentro y otro en el hipocentro de la más radical y perturbadora literatura latinoamericana.
Cardín ha permanecido durante cerca de dos décadas (murió en el emblemático 1992) arrumbado en los márgenes de la memoria local, recordado apenas por sus viejos y esquilmados compinches y por los ocasionales rastreadores de una cultura alternativa de la que se impuso durante la transición a la democracia.
Pero he aquí que de pronto, entre los más jóvenes, parece prosperar cierta atracción por su figura, síntoma sin duda de una creciente inconformidad con la historiografía heredada y de una actitud cada vez más impaciente con el establishment cultural español.
El precoz, talentoso y prolífico Ernesto Castro ha pasado cerca de un año documentándose para escribir una biografía intelectual de Cardín que ojalá vea la luz algún día. Y la recién nacida editorial Ultramarinos (bienaventurada sea) dedica uno de sus dos prometedores primeros títulos a recuperar la faceta acaso menos aireada -la de poeta- de quien, además de antropólogo destacado, agitador cultural y activista gay, fue polígrafo rabioso y compulsivo, ensayista, narrador, traductor estratégico, crítico feroz y, sobre todo, polemista temible, un verdadero incordio, sí: lo que se entiende -dicho sea por una vez con todos los honores y todas las letras- por un tocapelotas.
Mi más hermoso texto reúne la poesía completa de Alberto Cardín, constituida por tres libros que el tiempo ha decantado irregularmente pero que contienen piezas de valor, sorprendentes algunas, hirientes otras, y a veces de la intensidad y belleza del poema a cuyo último verso alude el título general del volumen. Este, por otro lado, incorpora un suculento dossier que, sobre documentar muy oportunamente los términos en que fue presentada y recibida en su día la poesía de Cardín, ofrece algunas claves importantes para encuadrarla y, más allá de eso, alumbrar el cáustico entorno en que brotó inesperadamente tan rara flor.
Los estupendos "contextos" de Mi más hermoso texto exhuman, entre otras cosas, algunas sonadas polémicas de Cardín, algunos de sus zarpazos, sin obviar algunas de las zurras de que fue objeto. Un material radiactivo que contribuye a esparcir la curiosidad -o la inquietud- por un auténtico cruzado de la heterodoxia, que militó en el lado más salvaje de la inteligencia, y cuyo mejor conocimiento, se simpatice o no con él, obliga a releer con otros ojos, con otras risas, la cultura española del postfranquismo.