Me entero por una de las "papeleras" de Juan Palomo de que en Filmin está disponible Generación Kronen (2015), un documental de Luis Mancha sobre los narradores españoles de los noventa. Mancha ya dedicó al tema, bajo el mismo título, toda una monografía (un hilado de entrevistas, en realidad) de la que este documental viene a ser una melancólica secuela, aupada al revival de una década a la que los cuarentones de hoy día se vuelven con nostalgia.
Seguí de cerca la narrativa española de los noventa, pues a lo largo de toda esa década me dediqué, entre otras cosas, a reseñar sus novedades. Puedo decir que la construcción de mi perfil como crítico literario es simultánea al surgimiento y despegue de esa presunta "generación Kronen" cuya existencia postula Luis Mancha con una curiosa mezcla de entusiasmo y reticencia. En su momento, leí a casi todos los autores mencionados en el documental (varios de ellos de edad cercana a la mía), y me correspondió ocuparme de no pocos de sus libros. En sucesivos panoramas y balances críticos, y no sólo en mis reseñas, fui volcando mi percepción de la llamada "joven narrativa", etiqueta con la que, durante los años noventa, se remplazó la de "nueva narrativa" que había imperado en los ochenta. Me mantengo en la convicción de que se trató, fundamentalmente, de un fenómeno impulsado y manipulado por una industria editorial profundamente transformada durante la década anterior, urgida de nuevos autores y de nuevas franjas de mercado.
En el origen del fenómeno se encuentra un destello genuino: Ray Loriga y Lo peor de todo (1992). Dos años después, José Ángel Mañas quedó finalista del Nadal con Historias del Kronen y se produjo la deflagración. Los editores empezaron a buscar "voces jóvenes" por todas partes, y por todas partes surgieron jóvenes voluntariosamente disfrazados de escritores, o al revés. Como dije en más de una ocasión, los lectores adultos leían esos libros con curiosidad antropológica, interesados por conocer los hábitos y vicios que gastaban sus hijos y sobrinos, mientras los más jóvenes ejercitaban y modulaban, muy serios, su intrínseco narcisismo. Todo muy inocente e inofensivo, si no fuera porque el fenómeno desvirtuó la incipiente pero radical superación de los paradigmas consagrados por la "nueva narrativa" emprendida por narradores tan diferentes, tan dotados y tan premeditados como Luis Magrinyà, Belén Gopegui y Francisco Casavella.
Imagínense lo que hubiera sido si un sistema editorial -y crítico- responsable hubiera especulado con la conexión Loriga-Casavella en lugar de hacer la conexión Loriga-Mañas. Si hubieran simplemente olido que Magrinyà y Gopegui eran -siguen siendo- muchísimo más modernos que... (escojan ustedes el nombre que quieran, o que sean capaces de recordar, entre la troupe tan efímeramente emergida aquellos años).
En su documental, bastante bien realizado, un detectivesco Luis Mancha, chupando más pantalla de la cuenta, se esfuerza por dotar de un aura mítica a aquella década "olvidada", presentando a algunos de sus figurantes como héroes exiliados de no se sabe bien qué reino. Una y otra vez se estrella Mancha con la resistencia, por parte de todos, a sentirse partícipes de ninguna generación. Queda claro que cada cual iba a su bola, y que esa bola era la de la ruleta en la que los editores hacían sus apuestas. Las anticlimáticas apariciones de Juan Manuel de Prada no tienen desperdicio. Al final, queda como un sabor de resaca la mañana de un día laboral. Caras con ojeras, de perplejidad, de consternación, de decepción irritada. ¿Esto era todo?
La única conclusión generalizada es la de que lo que estaba en juego no tenía que ver exactamente con la literatura. Si no, de qué. Pero al menos -¡qué tiempos!- hubo barra libre.
La última escena del documental está rodada en el local de la vieja cervecería Kronenberg de la que toma el título la novela de Mañas. En su lugar, hay ahora un SushiOlé. Hay que reprimirse para no hacer un chiste fácil.
En desquite de tanta devoción contrariada, Luis Mancha hace sonar, en los créditos finales, una canción roquera cuyo estribillo repite "Somos buenos chicos".
Qué cabrón.