La lectura infinita
De los apuntes de Georg Christoph Lichtenberg dijo Elias Canetti que constituyen "el libro más rico de la literatura universal". Todo cabe en ellos, sobre todo discurren, leves y luminosos. Por ejemplo, de libros y de lecturas. Podría armarse un sustancioso tomito con cuanto Lichtenberg anotó a este respecto. Sería de gran provecho y utilidad, sobre todo para escritores y lectores incipientes. A estos últimos alude Lichtenberg en un apunte del año 1776 en el que les previene contra el entusiasmo que producen los libros que "uno abarca del todo y comprende íntegramente". Si eso ocurrió con un libro leído a los veinte años, dice Lichtenberg, no es fácil que ese mismo libro siga gustando a los treinta. "Es señal infalible de un libro bueno el que con los años nos guste cada vez más", asegura. Lo cual presupone, por parte de Lichtenberg, la tendencia a releer los libros que le han gustado, única manera posible de constatar ese principio. Algo que, conforme a ese mismo principio, no queda exento del riesgo de la decepción.
Intuyendo lo observado por Lichtenberg, somos muchos los que evitamos regresar a según qué lecturas que nos colmaron cuando jóvenes. De hecho, se puede hablar -no sólo desde una perspectiva estrictamente generacional- de toda una tipología de libros que, leídos con entusiasmo en la adolescencia o primera juventud, uno evita releer en la madurez, presintiendo seguramente eso mismo: que probablemente van a decepcionarnos. Pienso, en mi caso (pero estoy seguro de ser bastante representativo en esto), en títulos como El lobo estepario, de Hermann Hesse, El inmoralista, de André Gide, Rayuela, de Julio Cortázar, El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, por referirme sólo a libros sin duda valiosos, en buena medida vigentes, que en absoluto permanecen confinados en el recinto de la literatura juvenil (al que por otro lado se adscriben títulos a los que yo mismo regreso con devoción intacta, como Kim, de Kipling, como Huracán en Jamaica, de Richard Hugues, como cualquiera de Stevenson). Algo parecido podría decir, siguiendo con los libros que uno evita prudentemente releer, de Así habló Zaratustra, de Nietzsche, o del Calígula de Albert Camus, por salirse del género novelístico. Poco tiene que ver en esto, como queda claro, la importancia del libro en cuestión, al que otros vuelven con renovado entusiasmo. Es algo más subjetivo, relativo seguramente a las resonancias interiores de la lectura, a la amplitud que éstas alcanzaron.
Puede antojársenos abusiva la pretensión de que "uno abarca del todo y comprende íntegramente" un libro determinado. Pero esa es precisamente la sensación que le embarga a uno cuando, aún joven, lee determinados libros. Da lo mismo que se ajuste o no a la realidad. De hecho, cabe asegurar que nunca se ajusta a la realidad, pues esa completa sintonía es imposible, tanto más cuando se trata de libros de cierta valía. Pese a lo cual, esa plenitud consta como una experiencia ineludible, cuya improbabilidad es la razón última de que, ya adultos, no nos afanemos en buscarla. La condescendencia que entonces nos inspira nuestra euforia pasada se proyecta inevitablemente sobre los libros que la suscitaron. Y suele ocurrir que se trate de libros escritos, a su vez, en cierto estado de exaltación, o al menos embargados por una intensidad fuera de lo corriente.
En cuanto a eso de que "es señal infalible de un libro bueno el que con los años nos guste cada vez más", para que así ocurra debemos haber experimentado un cierto grado de resistencia de ese libro a ser abarcado y comprendido. Pero, además, hemos debido padecer esa resistencia como una privación, lo cual implica que el libro emite, a pesar de todo, una promesa no plenamente cumplida para nosotros. Sólo por eso regresamos a él.
Aunque también puede suceder -y seguramente sea esa la marca del clásico absoluto: la de Cervantes, la de Shakespeare, la de Kafka- que, sin resistencia alguna a ser comprendido, el libro en cuestión nos brinde, en cada nueva lectura, una nueva revelación, siempre abarcable, siempre comprendida, siempre distinta. Que su promesa sea la de una lectura infinita, interminable.