Emblemas
A una mayoría creciente de ciudadanos que poco o nada saben de mitología, menos todavía de lo que antes se llamaba “historia sagrada”, los museos occidentales, al menos aquellos que reúnen obras de arte clásico o antiguo, se les antojan, cada vez más, galerías de enormidades, enigmáticos estamparios de escenas con frecuencia descomunales o tremebundas, cuyo argumento se les escapa.
Lo de la cruz, vale. Y no hace falta que nadie nos explique quiénes son esa pareja en pelota (Adan y Eva). Pero ¿y ese hombre sádicamente desollado por un hermoso y circunspecto joven? (Apolo y Marsias). ¿Y esa mujer que degüella, impertérrita, a un desprevenido durmiente? (Judith y Holofernes). ¡Y todos esos ángeles! Así y todo, mientras se trate del Olimpo y de la Biblia, siempre hay alguien a mano para sacarnos de la perplejidad.
La cosa se complica en lo relativo al santoral cristiano, que, como es sabido, atribuye a cada santo un emblema que sirve para identificarlo. Salvo los eruditos bolandistas y los viejos del lugar, ¿quiénes, en la actualidad, como no sean los clérigos y las beatas, saben que ese joven seminarista provisto de un crucifijo, una calavera, un libro y una azucena es San Luis Gonzaga? ¿O que esa muchacha con una vela en la mano y un cordero a su lado es Santa Genoveva?
Cuando se trata de santos mártires, el emblema que los distingue suele corresponder al instrumento que les causó la muerte. Así, por ejemplo, a San Pablo se lo reconoce siempre porque lleva la espada con que fue decapitado; a San Sebastián, por las flechas con que fue asaetado; a Santa Catalina de Alejandría, por la rueda en que fue torturada. Por no mencionar otros emblemas más espantosos, como esa bandeja que sostiene Santa Lucía, en la que lleva los ojos que le fueron arrancados; o, peor todavía, la que lleva Santa Olalla, con sus dos pechos y las tenazas que sirvieron para extirpárselos.
No deja de haber cierta sabiduría en estas formas simplificadas de representación, por muy mecánicas que nos parezcan. Al fin y al cabo, me digo, pronto llegamos a una edad en la que a casi todos nos distingue al menos un determinado rasgo de carácter que nos acompaña a menudo fatalmente y que paseamos con nosotros mismos con la misma resignación con que San Lorenzo arrastra la parrilla en que fue braseado. Todo es cuestión de acertar a concretarlo. Bien considerado, este tipo de representaciones operan de un modo u otro en casi todos los campos de la experiencia, así sea subrepticiamente.
Pienso en la literatura, sin ir más lejos, y se me ocurre que, con independencia de que su aspecto nos sea o no familiar, a casi todos los escritores renombrados bastaría, para reconocerlos, que sostuvieran en sus manos un libro determinado. Me refiero, claro está, a “ese” libro que los reveló, que los catapultó a la fama y por virtud del cual son conocidos y recordados, por mucho que hayan escrito otros más, acaso mejores.
Un caso cercano y paradigmático sería el de Eduardo Mendoza y La verdad sobre el caso Savolta. Lo quiera él o no, este título va siempre pegado a su nombre, generalmente con el estrambote de que se trata de su mejor libro. Quizá por eso se resolvió recientemente a reeditarlo con el viejo título con que se propuso publicarlo originalmente: Los soldados de Cataluña.
Peor es el caso de los escritores que directamente detestan ese libro que los encumbró y del que no consiguen zafarse, como es el caso, también paradigmático, de Rafael Sánchez Ferlosio. ¡Toda la vida oyéndose nombrar como “el autor de El Jarama” a pesar de haber abjurado tantas veces de esa novela y poco menos que renunciado a la carrera de narrador con la remota esperanza de correr un tupido velo sobre ella! Menuda pesadilla.
Pero es que, así como los santos no escogen el instrumento del martirio que les servirá de emblema, tampoco los escritores escogen el libro por el que los recordará la posteridad. ¿O es que nos pensamos que, de haber tenido la oportunidad, Cervantes hubiera elegido el Quijote?