Nada suele disuadirme tanto de leer una novela como haber visto antes su adaptación cinematográfica. Me sorprende el reflejo contrario, al parecer mucho más frecuente: eso de lanzarse a comprar y leer la novela en la que está basada la película que se acaba de ver. Supongo que en tal caso el acicate lo constituye el deseo de revivir el relato de manera mucho más extensa, prolija, compleja. Pero a mí me enoja eso de afrontar una lectura con la imaginación mediatizada.
Vi Zorba el griego (1964), la película de Michale Cacoyannis basada en la novela homónima de Nikos Kazantzakis, siendo apenas adolescente, por televisión. Han tenido que transcurrir décadas -nunca las suficientes- para que, levemente diluido el recuerdo de la película, me haya resuelto a leer la novela, animado a ello por la insistente recomendación de una amiga y por el hecho de que Acantilado haya recuperado recientemente el libro, sirviéndolo en una tersa traducción de Selma Ancira.
Y bueno, se trata de una novela algo anticuada pero encantadora, por mucho que haya sido inevitable adjudicar a Zorba los rasgos (atractivos y simpáticos, sin duda) de Anthony Quinn y me haya pasado más de trescientas páginas tarareando la música de Mikis Theodorakis. Qué se le va a hacer.
Escrita entre 1941 y 1943, es decir, en plena guerra mundial, Zorba el griego (1946) está transida del empecinado vitalismo y del correspondiente antiintelectualismo que prosperó en aquellos años. Justo por las mismas fechas, Henry Miller estaba dando tumbos por Grecia y hacía acopio de las experiencias con que armaría El coloso de Marusi, libro asimismo encantador (bien que a la manera descerebrada de su autor), imbuido también de exaltación vitalista y de reticencias hacia la cultura libresca.
El caso de Kazantzakis es sin embargo mucho más sangrante, pues su novela plantea, ya desde el comienzo, una explícita e insistente dicotomía entre la vida y los libros, oponiendo una y otros. La veneración que el narrador siente por Zorba se revela repleta de un acusado sentimiento de inferioridad, incluso de culpa: “Cuando comparo el sustento que durante años me dieron los libros y los maestros para saciar un alma famélica y qué mente leonina me ofreció Zorba por alimento, en apenas unos meses, me cuesta reprimir la rabia y la tristeza”, se lee en el prólogo. Y el mismo narrador aprueba compungido el consejo que le da Zorba de hacer una pila con todos sus libros y prenderles fuego: “¡Tiene razón, tiene razón! -grité para mis adentros-; tiene razón pero soy incapaz”.
Confieso que a mí ese consejo, impartido además en las fechas en que fue escrito el libro, me suena a rayos. Por otro lado, Zorba se lo da al narrador inmediatamente después de oler con fruición un ramillete de narcisos y decir: “Si supiéramos, patrón, lo que dicen las piedras, las flores, la lluvia… Puede ser que hablen, y nosotros no oímos… ¿Cuándo se abrirán los oídos del mundo, patrón? ¿Cuándo se abrirán nuestros ojos para ver?...”
De no sentirse agarrotado por sus propias lecturas, el narrador podría haberle respondido a Zorba, arrimando el ascua a su sardina, que para saber lo que dicen las piedras, las flores y la lluvia no hay nada, precisamente, como leer. Que -puestos a emplear la misma fraseología de Zorba- los libros, a su manera, brindan muchas veces las mejores lentes para contemplar el mundo, el más fino oído para escucharlo.
Paso por alto -para no indisponer al lector- el cavernario fatalismo con que Zorba refuta los amagos del narrador por ayudar a los humildes (“Déjalos tranquilos, patrón, no les abras los ojos; si se los abres, ¿qué van a ver?”), la garrulería y la brutalidad que emana de esa vida primitiva que el narrador describe encandilado, en clave casi pastoral.
Siempre me ha irritado la pretensión de que los libros interfieren con la vida, cuando me parece más cierto que contribuyen más bien -no todos, por supuesto, ni mucho menos- a enriquecerla, a completarla, a profundizarla, a transformarla.
Algo semejante a lo que, al parecer, suele buscar el complacido espectador después de haber visto una buena película.