Invierto hoy el predicado con que comenzaba esta columna dos semanas atrás y queda así: nada suele disuadirme tanto de ver una película como haber leído antes el libro en el que está basada. De nuevo aquí me sorprende el reflejo contrario: el de lanzarse a ver la adaptación de la novela que tanto nos gustó. Intervendrá en ello, supongo, el deseo casi infantil -o sencillamente atávico- de ver ilustrado aquello que ha ocupado imprecisamente nuestra imaginación. Como fuere, a mí esa ilustración me produce casi siempre el efecto de una usurpación.
Me temo que en más de una ocasión, aunque siempre de pasada, he manifestado mi simpatía por una novela que nunca me canso de recomendar: Huracán en Jamaica (1929), de Richard Hugues. Qué planazo leer por vez primera -o enésima- este libro, en unas vacaciones como las que se avecinan, pongamos por caso. Circulan dos buenas traducciones, las dos disponibles, creo: la de Destino (de Rafael Vázquez Zamora) y la más reciente de Alba (de Amado Diéguez). Releí la primera hace poco y, embargado por el renovado placer que otra vez me produjo, cedí por fin a la tentación de ver la adaptación cinematográfica que de la novela hizo Alexander MacKendrick en 1965.
Es para reírse. La película se estrenó apenas unos meses después de Zorba el griego, a la que me referí en mi penúltima columna. Y no se lo pierdan: ¡la protagoniza también Anthony Quinn! Muy bien escogido, por cierto, y bien escoltado por James Coburn. Pero qué desastre de guión, servilmente fiel al texto de la novela; qué puesta en escena tan rudimentaria. Y eso que mi atrevimiento venía impelido por comentarios muy persuasivos de críticos fiables.
Afortunadamente, en España la película se estrenó bajo el inopinado título de Viento en las velas, lo cual distrae, cabe pensar, su identificación con la novela. De otra manera, ¿cómo convencer al espectador de que ésta es -como casi siempre, por otro lado- infinitamente superior a su esforzada pero lamentable adaptación? Apenas queda rastro en la película de la ironía suprema que gobierna el relato de Hugues, de su acerada visión de las relaciones entre padres e hijos, y muy poco de su admirable, lúcida y conmovedora comprensión de la infancia.
Bajo la amable y divertidísima capa de una novela de piratas, Hugues ensaya en Huracán en Jamaica una de las más sutiles y profundas incursiones en la infancia que conozco, indagando atrevidamente en su afasia moral, en su ambigua inocencia. No se pierdan esta novela perfecta si aún no la han leído, hagan el favor. Por cierto que del mismo Hugues se han publicado en España recientemente dos prometedores títulos, que aún no he leído: En peligro (Gatopardo), también un relato de mar, y El zorro en el ático (Ático de los Libros), primera entrega de su inacabada trilogía sobre la Europa de entreguerras.
Creo que fue por Navidad cuando les hablé aquí, citando a Banville, del tardío invento de la infancia, de su entrada relativamente reciente en la literatura adulta. En los dos últimos siglos, los niños han protagonizado algunas obras maestras de la narrativa contemporánea, y no son pocos los grandes escritores que han revelado tener una especial querencia o atracción por sus territorios y sus paisajes. En España, sin ir más lejos, pienso en autores como Delibes, Ferlosio, Marsé, Pombo. No me refiero, por supuesto, a lo que se entiende por literatura infantil, productivo subgénero en el que se descubren de vez en cuando auténticas joyas. Tampoco a los relatos de adolescencia y de iniciación, que constituyen un filón aparte.
Entre las novelas de niños y sobre niños, ocupa un lugar muy destacado, cómo no, Los niños (1928, publicada por Alba en 2005), una de las últimas de Edith Warthon. También aquí, como en Huracán en Jamaica escrita casi al unísono, descubrimos en un barco a un grupo de niños separados de sus padres, abriéndose paso en el mundo adulto. Y si bien en Warthon la ejemplaridad de la infancia tiene -casi al contrario que en Hugues- un signo heroico, su trémula épica también delata inevitablemente “la escalofriante mediocridad de la vejez”.