Escritores e intelectuales
En poco más de un siglo, el término ‘intelectual' ha extendido tanto su campo semántico, y en tantas direcciones, que se ha vuelto insignificante. Hoy día se moteja de ‘intelectual' a cualquier persona letrada, sobre todo si ha alcanzado una mínima visibilidad pública. Especialmente lábil es la frontera entre los términos ‘intelectual' y ‘escritor' o ‘escritora', que para muchos funcionan casi como sinónimos. Lo cual tiene por efecto confundir y desactivar buena parte de los intentos que proliferan de un tiempo a esta parte de revisar el papel desempeñado por unos y otros.
En España, hasta hace bien poco, haber alcanzado alguna notoriedad como escritor, más en particular como novelista, franqueaba el acceso a la prensa, por lo general en calidad de columnista. Escribir con más o menos regularidad columnas de opinión ha constituido hasta hoy mismo uno de los recursos más corrientes de la “industria” del narrador afortunado. Es difícil calibrar el papel que por lo general cumplen las colaboraciones periodísticas de los escritores, pero sólo en ocasiones muy contadas cabe asimilarlo al del intelectual propiamente dicho, de quien se espera una voluntad de intervención en el debate público, de incordiante interpelación crítica, que en aquéllos suele quedar recortada por la naturaleza esencialmente decorativa -o, si se prefiere, expresiva- de su discurso.
Y cómo iba a ser de otra manera, cuando los escritores en cuestión ocupan las más veces las páginas de los magazines dominicales o de los suplementos culturales; de las “contras” de los diarios o de las secciones de ocio, deportes, televisión, sociedad... Es cierto que algunos de ellos incurren ocasionalmente en asuntos políticos, y hasta los hay que fungen, de hecho, como comentaristas de la actualidad en este ámbito. Pero las más veces lo hacen, no cabe engañarse, de modo ocurrente, en calidad de “opinadores”, siendo que -como decía no sé dónde Roberto Calasso- la opinión se caracteriza por ostentar siempre “la huella dactilar del yo”.
Mucho antes que como intelectuales, a los escritores se les recluta, diría yo, como una suerte de “portavoces” del mismo público que sustenta su éxito, como “representantes” selectos y bien cultivados de una ciudadanía que espera de ellos que “expresen” con originalidad, ingenio y elocuencia sus ideas, sus puntos de vista, sus berrinches, sus devociones. Suelen estar más cerca, así, de los tertulianos radiofónicos o televisivos que de los analistas especializados; actúan, por lo común -y desde luego sin premeditación- como “ilustradores” de la línea ideológica del diario en cuestión, que los llama toda vez que un acontecimiento señalado, del orden que sea, reclama un contrapunto personal del que los lectores se sientan de algún modo partícipes.
Las tendencias del periodismo digital consolidan esta función de los escritores, que se hace particularmente patente en momentos de alta tensión emocional, justamente cuando más falta harían, en lugar de arrebatados impromptus, contribuciones reflexivas, sosegadas, suspicaces. Baste recordar el bochornoso repertorio de artículos obedientemente luctuosos e indignados con que los más conspicuos escritores del momento reaccionaron al atentado del 11-M, en Atocha.
Por lo demás, puede que sea cierto -como observa Ignacio Sánchez-Cuenca en su ruidoso ensayo sobre La desfachatez intelectual- que en España, más que en otros países, los escritores muestran una sorprendente desenvoltura a la hora de volcar en público sus opiniones sobre cualquier cosa; pero, aparte de las peculiaridades históricas de una desdichada tradición intelectual, importa recordar aquí los efectos que en nuestro país ha tenido el prolongado contubernio de cierta prensa con los intereses editoriales, un fenómeno que sirve para explicar, al menos en parte, la sorprendente promiscuidad de escritores y periodistas.
Como sea, a la luz de estas y otras consideraciones resulta chocante que a nadie pueda escandalizarle la “impunidad reinante en el mundo de las letras”, el que a los escritores “no les pase factura” incurrir en según qué “excesos lamentables”. El mismo Sánchez-Cuenca subraya, al observar esto, “la falta de filtros en la publicación de opiniones”. Con lo cual está señalando ya a los responsables de un estado de cosas en el que los escritores se limitan, en su mayoría, a servir de comparsas, a procurar de un llamativo y crujiente envoltorio a los lugares comunes de la ideología dominante.