Todavía más que la primera (Los años de formación), la segunda entrega de Los diarios de Emilio Renzi, Los años felices (Anagrama), constituye un semillero de ideas incitantes. Uno podría dedicar buena parte del curso que recién empieza a glosar, a discutir, a estirar muchas de ellas. Aún no descarto hacerlo, en alguna medida. Quedan avisados.
De momento, de una entrada del año 1968 subrayo lo siguiente: “La traducción (entendida como práctica social) fija mejor que nadie el estilo literario de una época. Por eso hay que volver a traducir los libros cada tanto, porque el traductor sin darse cuenta repite los modelos de lo que es posible decir ‘literariamente' en cada momento. Trabaja con la lengua extranjera pero también con un estado de la lengua a la que traduce. Ese estado le marca los giros del estilo posible, que le permite decir ciertas cosas de un modo aceptable para la época. Allí habría que ver implícitos los rasgos del estilo social y literario. Los libros se traducen a esa lengua, ya formada con su retórica y su gramática ‘estética'”.
Con estas palabras aún resonando en mi endeble memoria leí el pequeño dossier que Babelia dedicó dos semanas atrás al asunto de las traducciones, siempre polémico. Lo abría un incisivo artículo de Maribel Marín (“El español de todos y de nadie”), tan recomendable como, en varios de sus pasajes, discutible (por no hablar de su delirante párrafo final). Las palabras de Piglia contribuyen a encuadrar convenientemente lo que Marín y algunos de los traductores a cuyas declaraciones acude dicen acerca del “idioma plano y sin matices” en que demasiado a menudo son vertidos al español los textos escritos en otras lenguas.
Lo primero que cabe preguntarse es hasta qué punto ese “traductese” al que mordazmente se refería Julio Cortázar, ese español correcto que sin embargo “no suena a castellano y tampoco al escritor traducido” (María Teresa Gallego), no corresponde, como sugiere Piglia, al “estilo social y literario” de nuestra época. Y a continuación volver a plantearse qué parte de responsabilidad cabe a los traductores a la hora de perpetuar esta situación, es decir, hasta qué punto son agentes o víctimas de la misma.
En este contexto, el artículo de Janet Malcolm sobre los traductores de Tolstói al inglés, incluido en el dossier de Babelia (o, más cerca, las traducciones relativamente recientes de las que vienen siendo objeto en España algunos autores clásicos como Proust, Flaubert, Dostoievski o Henry James), ofrece un buen punto de referencia a partir del cual ponerse a discutir. Si bien no pueden obviarse en absoluto las miserables condiciones materiales en que el trabajo de los traductores suele desarrollarse; cuestión ésta que, por poco que se considere, convierte en bizantinos la mayor parte de los debates en torno a estas cuestiones.
Aunque muy por debajo del que supone la de los profesores de enseñanza primaria, media e incluso universitaria, la progresiva proletarización de los traductores profesionales, trabajadores a destajo sometidos al yugo de unos plazos apurados y una competencia feroz, es sin duda uno de los problemas acuciantes a los que debería enfrentarse cualquier política cultural resuelta de verdad a combatir la pauperización de nuestra cultura. En el sálvese quien pueda a que parece abocada la industria editorial, las tarifas con que en España (y, deduzco, en buen parte de Latinoamérica) se paga a los traductores desacreditan casi siempre la fachada cultural que tanto le gusta lucir a aquélla. Por no referirse aquí al papel de los mismos editores en el proceso de aplanamiento idiomático.
Por si fuera poco, el de los traductores es un gremio minado por toda suerte de banderías. Y sometido, encima, a una ya vieja polarización entre las dos orillas del Atlántico, agudizada por la tendencia reciente a “adaptar” las traducciones al español a cada región, es decir, a barnizarlas con modismos locales. Lo que, en definitiva, antes que acabar con él, viene a abonar la proliferación de dialectos de ese “traductese” del que unos y otros se quejan pero que no deja de ser un mal menor cuando se consideran las ocasionales extravagancias de según qué traductores demasiado imbuidos de su propia autoría.