Steiner y las mujeres
Hacía mucho que no leía a George Steiner, así que aproveché el oportuno regalo de un amigo para zamparme de un tirón El largo sábado, el librito de conversaciones publicado por Siruela hace unos meses.
Está viejo el viejo maestro. Sigue derrochando inteligencia, sabiduría, provocaciones, pero, arrastrado por su propia locuacidad, con frecuencia se deja caer por la pendiente de sus propias ideas hasta orillas peligrosas, poniendo a sus admiradores -entre los que sin duda me cuento- en más de un aprieto.
A menudo la vejez desata la lengua, y no siempre para bien. Desinhibido por los calores de la conversación, acaso también por el hecho de que su interlocutora sea una mujer, Steiner dice, entre tantas parrafadas contundentes y certeras, algunas cosas que uno preferiría no oír en su boca. Sobre política internacional, por ejemplo. Sobre el psicoanálisis. Sobre las mujeres mismas.
“¡Es usted un machista, George!”, le espeta, cariñosamente escandalizada, Laure Adler, la renombrada periodista francesa con quien Steiner conversa en un clima en el que se palpa por ambas partes el hábito de la seducción.
Steiner acaba de proferir una de sus enormidades. Acaba de preguntarse por qué las mujeres no son tan creativas como los hombres, y, desestimando la respuesta de Adler (“porque los hombres no les dejan”), ha lanzado la hipótesis (“seguramente es una gran tontería”, advierte) de que “si uno puede crear vida, si uno puede tener un hijo, es muy probable que la creación estética, moral o filosófica tenga menos peso”.
Poco después, abundando en lo mismo, sugiere que el genio está reñido con el sentido común, “que debilita la irracionalidad, la arrogancia”. Y sospecha que “acaso la mujer tiene demasiado sentido común”. Pensando así, no es de extrañar que, replicando a Adler, declare su desdén por Hannah Arendt (“tuve la desgracia de conocerla”); pero choca que suscriba lo que De Gaulle dijo de Simone Weil: “¡Está loca!”. Para colmo, momentos antes ha declarado su admiración por Condoleezza Rice y Hillary Clinton.
Pero no se enfaden, por favor, no se enfaden. En el mismo tramo de la conversación, Steiner lanza algunas ideas estupendas.
La cosa empieza cuando Laure Adler, al hilo de lo expuesto hace ya mucho en Después de Babel (1975), le pregunta a Steiner sobre la posibilidad, aventurada por él mismo, de que haya una habla específicamente femenina. Steiner se lanza a recordar cómo, apartadas habitualmente del mundo de los hombres, las mujeres hubieron de “desarrollar sus propios hábitos casi orgánicos de referencias, alusiones y comprensión”, empleando para ello códigos propios. “La entrada de la mujer en el discurso general es muy reciente”, observa Steiner. Y, aunque tímidamente, sugiere que esa entrada se habría producido sobre todo a través de la novela.
“En gran medida la novela se ha convertido en un territorio de las mujeres”, afirma Steiner, para nuestra sorpresa. “Son ellas quienes la dominan. Y la novela es precisamente la forma multilingüe y políglota por excelencia, que pone en escena distintos niveles de discurso y vocabulario.”
Paso de puntillas por encima de estas valoraciones de conjunto, sin duda espinosas. Lo que me interesa de ellas es la idea latente de que la novela brindó a las mujeres un cauce de expresión que poco a poco les confirió una voz pública. Que así fuera se debió, sin duda, a que la novela, en su acepción moderna, es un género construido a partir del silencio, resuelto a escudriñar en todo cuanto hasta entonces permanecía acallado, al menos socialmente.
Walter Benjamin dijo que “la cámara de nacimiento de la novela es el individuo en su soledad”. Es decir, en silencio. No es extraño, entonces, que las mujeres, privadas de voz, hicieran de ella su territorio, como dice Steiner. Así fue tanto por activa como por pasiva, pues, cuando ellas mismas no ejercieron como novelistas, se convirtieron en heroínas de las novelas escritas por los hombres.
La interioridad, el gran territorio por explorar que se abrió a la novela moderna en sus comienzos, tuvo casi siempre nombre de mujer. Puede que la vitalidad misma del género, o sus transformaciones, estén relacionadas con ello.