"Ocurre que, a veces, una especie de vértigo -explicable en gente tan dada a la lectura- se apodera de los críticos más reputados: proclaman la aparición de una obra de arte y ponen por las nubes una obra desprovista en realidad de todo valor literario, que el tiempo reducirá después a sus justos términos, primero de indiferencia, luego de olvido.

»La marea sube bajo la influencia de estos críticos, transportando consigo el favor del público, creciendo hasta las cumbres del entusiasmo y de la admiración.

»Resulta asombroso ver con qué avidez, una vez levantadas todas las prohibiciones, devoran tales obras los entusiastas y fieles aficionados a las obras maestras, como si se tratase de platos suculentos, cuando de ordinario suelen mostrarse tan cerrados, severos y delicados ante una obra nueva. En tales casos, no es preciso ningún esfuerzo de acomodo: se puede entrar en esos libros como Pedro por su casa; los personajes se nos asemejan, o asemejan a personas que conocemos, o a eso que pensamos que deben ser aquellos contemporáneos nuestros a quienes nos gustaría conocer; sus sentimientos, sus ideas, sus conflictos, las situaciones en las que se encuentran, los problemas que se les plantean, sus esperanzas y decepciones son las nuestras. Nos sentimos en su vida como peces en el agua. Es inútil que algunos espíritus sofisticados, inadaptados, muestren cierta reticencia. Les molesta la falta de arte, dicen de forma tan vaga como presuntuosa. Pero enseguida se rechaza a estas voces: suscitan general desaprobación; despiertan a su alrededor la desconfianza y la hostilidad. Se les tilda de partidarios del arte por el arte. Se les acusa de formalismo.

»Pero pasan los meses, a menudo los años, y se produce un hecho sorprendente: desde los simples lectores de tales novelas hasta sus más grandes admiradores, cuando cometen la torpeza de releerlas, experimentan a su contacto la misma penosa sensación que debieron de sentir los pájaros que intentaban picotear las famosas uvas de Zeuxis: lo que a su vista se ofrecía era tan sólo un espejuelo, una copia inerte y plana. Los personajes recuerdan a esos muñecos de cera, fabricados conforme a los procedimientos más fáciles y convencionales. Es evidente que tales libros no pueden servir siquiera, como ocurre con ciertas novelas del pasado, de testimonio de su época, porque resulta increíble que entre semejantes esquemas infantiles, esos muñecos inanimados que son sus personajes hayan podido expresar nunca sentimientos, afrontar conflictos, resolver los problemas que se les planteaban a los hombres vivos de su época.

»Qué ha ocurrido entonces? ¿Cómo explicar semejante metamorfosis?".

Extraigo este extenso pasaje de un soberbio ensayo de Nathalie Sarraute, “A vista de pájaro”, recogido en su librito La era del recelo. Ensayos sobre la novela (1956), que en España tradujo Gonzalo Torrente Ballester para Guadarrama, en 1967, y que ya sería hora de que alguien recuperara, pues es un libro excelente, importante, y plenamente vigente.

Recordé este ensayo mientras continúo leyendo la que, a medida que paso las páginas, sospecho con fundamento creciente que será una de esas “obras maestras” de las que habla Sarraute y que, en España al menos, los críticos más conspicuos (una avejentada pero incansable prole de repartidores de tópicos y aleluyas) son muy dados a detectar, a razón de seis u ocho por año. La que estoy leyendo tiene todos los visos de acaparar los próximos premios de la Crítica y premio Nacional, vamos a ver.

Es ya un tópico más fingir asombro ante este abundante caudal de obras maestras del que casi semanalmente dejan constancia los suplementos literarios. Algunos lectores habituales de los mismos se han convertido -a menudo sin cobrar conciencia de ello- en virtuosos descifradores de notas falsas, de sutiles altibajos del énfasis que les permiten percatarse con toda naturalidad de cuándo, a pesar del positivo dictamen del crítico en cuestión, no vale la pena leer la obra que afablemente saluda y recomienda.

En su ensayo, Sarraute responde con admirable lucidez a las preguntas que ella misma se plantea, observando el frecuente impulso de buscar en las novelas satisfacciones extraliterarias. Y, de paso, redefine estupendamente lo que debería entenderse cabalmente por un “escritor realista”.

Volveremos sobre el asunto.