Me cuesta encontrar paralelos del estilo ensayístico de Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1975). Pienso en Juan Villoro, con el que, además de la inteligencia y del humor, comparte Gumucio la tendencia a una escritura crepitante, epigramática, repleta de efectos sorprendentes. Pero Villoro, más cronista que ensayista, es menos provocador, menos polemista que Gumucio, y carece de un rasgo muy característico de éste: el impudor, esa desinhibición con la que, sin caer nunca en el exhibicionismo, Gumucio pone en juego su vida personal, su biografía, su familia, su intimidad, sus debilidades, hasta su propia sexualidad.

Más cerca, pienso también en Guillem Martínez, con quien, además de la inteligencia y del humor, y de una escritura crepitante, etc., comparte Gumucio la pasión política y la afición por la paradoja. Pero Martínez, más periodista que ensayista, es también más gamberro y más dionisíaco que Gumucio, es menos “reaccionario” -en un sentido etimológico de la palabra-, y carece casi por completo de su pronunciado sentido moral, de su vena cristiana.

El más francés de los ensayistas en lengua española -una personalísima mezcla de Paul Nizan, de André Gide y de Raymond Aron, trufada de Houellebecq- vive su irredimible chilenidad como un exilio dulcemente doloroso. Exilio de una Europa y de una España que conoce bien y que en absoluto idealiza.

Desde Chile me llegó, semanas atrás, el último libro de Gumucio, Contra la inocencia, publicado este mismo año en una pequeña editorial de Santiago llamada Alquimia. El libro -un volumen de menos de cien páginas- reúne un total de cinco ensayos de varia extensión, formidables todos, entre ellos el que le da título, que hace tándem con el primero y más largo de todos, titulado "Contra la belleza". Son títulos que dejan bien a las claras ese espíritu de provocación al que ya he aludido y que Gumucio despliega siempre sin frivolidad, con voluntad explícita de deshacer lugares comunes, de incordiar a las conciencias acomodaticias, de cuestionar las ideas dominantes.

Entre los ensayos de este libro quiero destacar muy particularmente, debido a su oportunidad, el titulado “Hambre de desierto”, escrito al hilo de los escándalos de corrupción que recientemente sacudieron la sociedad y la política chilenas. Dados los paralelismos de esos escándalos con los que vienen sacudiendo, desde mucho tiempo atrás, la política y la sociedad españolas, este ensayo, una de las más agudas y plausibles reflexiones que he alcanzado a leer sobre la materia, debería ser de lectura casi obligada por estos pagos.

Familiarizado desde niño con la clase política, Gumucio siempre acierta a detectar muy bien sus comportamientos, sus motivaciones, sus lacras. Acierta también a poner de manifiesto cómo, en el modo más corriente de utilizarla, “la palabra ‘corrupción' no nos remite en nuestra red de significados al territorio de la ley o del crimen, sino que más bien se refiere a la teología”.

“La obsesión periodística por la corrupción nace de una visión ‘angelical' del poder político”, añade. Y observa cómo el celo por destapar las corruptelas de los poderosos conlleva a menudo cierta ceguera hacia prácticas mucho más lesivas para la sociedad, que aquéllos, sin embargo, ni siquiera se sienten en la necesidad de esconder.

Esta última observación me parece especialmente relevante, visto el protagonismo que en la vida política española ha cobrado el asunto de la corrupción, sin duda grave, pero que entretanto parece distraer, con su ruido ensordecedor, de otros más graves todavía, y sin duda más patentes.

Persuadido de que “la corrupción es parte esencial de nuestra naturaleza” (“los hombres vivimos de disfrutar, de controlar, de domesticar la corrupción”), Gumucio alerta de que “la lucha por la transparencia, la obsesión por poner entre la espada y la pared a los corruptos, aun naciendo de un impulso genuino, sin embargo se abre a la posibilidad de terminar convirtiéndose en un cinismo peor del que se pretende escapar”.

Parece suscribir Gumucio, con todas las salvedades de rigor, y con la misma ironía, el eslogan acuñado por su querido Nicanor Parra: “Corrupción sostenible”.

Eslogan que desde luego no propone ningún consentimiento ni connivencia, sino más bien un margen razonable de escándalo y denuncia, consecuente con las congénitas debilidades del sistema democrático.