Tiempo atrás, cuando ejercía yo de reseñista crítico, me correspondió ocuparme de Carta blanca, la novela con que Lorenzo Silva obtuvo en 2004 el VIII Premio Primavera. Copio un fragmento del comentario que le dediqué: “En el panorama de la actual narrativa española, Lorenzo Silva es uno de los mejores exponentes de lo que, sin reticencias de ningún tipo, cabe entender por escritor profesional. Es ésta una especie particular de escritor sin demasiadas ínfulas intelectuales ni artísticas, solvente, concienzudo a su manera, técnicamente bien pertrechado, y muy sensible a los gustos y a las demandas del gran público. Sin preocuparse mucho por su propio carisma, y sin andarse en general con manías, el escritor profesional se entiende bien con una industria editorial a la que sirve eficazmente y que le sirve a él para labrarse una próspera carrera que se desarrolla hasta cierto punto al margen de los prestigios y de los escalafones por los que suelen competir la mayoría de sus colegas”.
El comentario en cuestión no sentó bien a Silva, quien lo reprodujo parcialmente en su web, añadiéndole una réplica poco amable. Dejando a un lado sus gentilezas, destaco aquí lo que decía a propósito de la observación que he entresacado: “Me encanta que me imputen profesionalidad, atención al lector, instinto para atraerlo y conmoverlo, falta de manías y laboriosidad”.
Me reconfortó haberle producido al menos esa satisfacción a Silva. Por lo demás, quiero hacer constar que, lejos de tener nada en contra de los escritores profesionales, en mi particular santoral literario se cuentan algunos que en absoluto podrían eludir este calificativo.
Pretendo ahora abundar en la definición de “escritor profesional” sirviéndome del testimonio de quien tal vez sea el más paradigmático de todos ellos, al menos en España. Me refiero a Arturo Pérez-Reverte, siempre de actualidad por estos pagos, y omnipresente de un tiempo a esta parte debido a la publicación de Falcó, su última novela. En las numerosas entrevistas que concedió durante la semana del lanzamiento, Pérez-Reverte hizo hincapié en esa condición suya de escritor profesional. Cito una de sus declaraciones en este sentido: “Soy un escritor profesional, sé lo que he hecho y por qué lo he hecho cuando presento una novela. Una novela debe ser un artefacto que funcione. Para que funcione tienes que poner personajes, estructura, estilo... Lo que tú quieras para que funcione. Yo hago el mejor producto posible para que el lector lo reciba de la mejor manera posible. Un lector de cuarenta países, no sólo de España, lo que significa que hay elementos muy españoles que hay que diluir, llevar a un marco mucho más amplio. Yo no puedo ir contándole milongas sobre la Guerra Civil a un lector croata o ruso o japonés... O sea que el trabajo es un trabajo profesional, y procuro que sea lo mejor posible”.
Nada que objetar a estas palabras, que dan muy bien la medida del escritor profesional, de sus virtudes y sus limitaciones. Éstas no necesariamente tienen que ver con sus capacidades, sino más bien con las que le impone el público al que se debe. Un público cuya amplitud tiende a ser inversamente proporcional a su competencia lectora, lo que se traduce en la exigencia cada vez más apremiante con que reclama su “derecho narrativo”.
Así denominó Rafael Sánchez Ferlosio, en un viejo texto, al “cuerpo de convenciones -tácitas, pero explicitables- que a lo largo del tiempo se ha venido fijando casi con el rigor de obligatorias cláusulas contractuales en el contrato de compraventa entre el autor y los lectores”. Este estricto cuerpo de convenciones aherroja al escritor profesional conforme escala en su popularidad, imponiéndole, como explica Pérez-Reverte, el diluido de los rasgos más particulares de su mundo y de su estilo, y vetándole el tratamiento específico de según qué materias que exceden el nivel más bien raso de la cultura de masas.
Ocurre así que la fortuna del escritor profesional -tan envidiable a veces para los cada vez más raros ejemplares de escritor artista- constituye las más veces una jaula de oro para su libertad creativa, que entretanto, bien es verdad, ya me dirán ustedes para qué demonios querría él echar al vuelo.