Image: Pesebre

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Mínima molestia

Pesebre

23 diciembre, 2016 01:00

No me importa repetirlo: me gusta la Navidad. Soy bochornosamente sensible al kitsch navideño. Me encantan las luces, los villancicos, los turrones. Cada año me conmuevo hasta las lágrimas viendo Qué bello es vivir, escuchando a Sinatra cantar Have Yourself A Merry Little Christmas. Me emociono también leyendo los consabidos cuentos de Dickens o de Capote, los poemas navideños de Joseph Brodsky.

Declaro esto para dejar bien claro que soy particularmente susceptible al asunto que hoy me ocupa: la ya tradicional mamarrachada con que los responsables del Ayuntamiento de Barcelona cumplen cada año, siempre de las maneras más extravagantes, con la tradición de montar un pesebre en la plaza Sant Jaume, donde el Ayuntamiento tiene su sede.

Asombran las piruetas con que se trata de disimular que el pesebre en cuestión es un pesebre. Si de lo que se trata es de contrariar o de impugnar, por las razones que sea (ya estéticas, ya ideológicas), una determinada tradición, ¿no sería más sensato suprimirla, sencillamente, o reemplazarla, en lugar de subvertirla, disfrazarla, reinventarla o cualquier otra mandanga?

El “pesebre” de este año es una complicadísima instalación consistente en nueve horribles esferas transparentes de plástico que contienen distintos tinglados conceptuales que glosan libremente las nueve estrofas de un hermoso poema de J.V. Foix. "Ho sap tothom i es profecia" ('Lo saben todos y es profecía'), se titula el poema. Con bastante esfuerzo reconoce el visitante los ‘motivos' en que se basa esta peregrina “instalación de tiempos navideños”, como asépticamente la han calificado Toti Toronell y Quim Domene, los dos artistas a los que les ha sido encomendada. Muy ufano, Jaume Collboni, teniente de alcalde de Empresa, Cultura e Innovación (tres conceptos que, superpuestos, arrojan un acorde nada tranquilizador), declaró en el acto de presentación del pesebre: “Esperamos que tenga la polémica de cada año porque, de lo contrario, no sería el pesebre de plaza Sant Jaume”. Pero sospecho que la polémica se ha limitado este año a la también tradicional pataleta del grupo municipal del PP, cuyo presidente no tardó un minuto en acusar a la alcaldesa Ada Colau de “desnaturalizar” la tradición, privándole de su sentido.

Por mucho que las reacciones de perplejidad de los paseantes constituya el mayor aliciente de una visita a la plaza Sant Jaume, la capacidad de escándalo y sorpresa de los barceloneses quedó ya colmada mucho atrás, en 2008, cuando la entonces regidora de Medio Ambiente, Imma Mayoral, presentó, en el marco de la campaña navideña de ese año, seis “abetos” metálicos que se iluminaban con energía solar, dos de los cuales precisaban además, para alcanzar mayor brillo, del concurso de ciudadanos dispuestos a pedalear en unas bicicletas dispuestas al lado. Los “abetos sostenibles” tenían once metros de altura, costaron una millonada y, además de movilizar muy escasamente a la ciudadanía, fueron objeto, ellos sí, de una encendida polémica en la que salió a relucir que, por si fuera poco, estaban subrepticiamente conectados a la red eléctrica. Pueden imaginarse la juerga.

El mismo Jaume Collboni presentaba días atrás una campaña navideña bajo el lema “Barcelona per Nadal és cultura” (‘Barcelona en Navidad es cultura'), con la que se intenta potenciar el consumo cultural en estas fechas. Folletos, pantallas led y más de mil banderolas promocionan las diferentes actividades comprendidas en la campaña, cuyo icono es una gigantesca bailarina mecánica (¡!) con que se inauguró el encendido de las luces navideñas que “engalanan” la ciudad desde finales de mes pasado, la mayor parte de ellas con motivos cuidadosamente “laicos”.

Me entretengo con estas informaciones porque me parecen sintomáticas de unas políticas culturales -las de la izquierda, en este caso- guiadas por criterios a menudo contradictorios, que se las arreglan mal, sobre todo, con la cultura popular, en particular toda vez que, como en el caso de la Navidad, se sustentan en tradiciones de base religiosa. El eufemismo es siempre la peor de las opciones culturales, y desanima, la verdad sea dicha, la frecuencia con que se recurre a él con propósitos enmascaradores de una radical incoherencia: la que vacía el contenido de esas tradiciones sin perjuicio alguno de la comercialidad que desde hace ya mucho las ha desustanciado.