No he leído aún la última novela de Kazuo Ishiguro, El gigante enterrado (Anagrama), aunque me propongo hacerlo. Lo que sí he leído, de momento, son algunas de las entrevistas que se han publicado con motivo del lanzamiento del libro, en particular la que reprodujo esta revista en su penúltimo número del año 2016, hecha por Tom Tivnan. Muy al comienzo de la misma, me llamaron la atención los términos en que Ishiguro formulaba uno de los temas principales de su novela: la “memoria social”, es decir, “cómo las naciones recuerdan y olvidan y construyen narrativas colectivas, en ocasiones (pero no siempre) para enterrar verdades desagradables o inconvenientes”. Este último entrecomillado corresponde a palabras de Tom Tivnan en las que parece glosar las del propio Ishiguro. Como sea, es éste quien pone como ejemplo el caso de Francia tras la Segunda Guerra Mundial.

Según Ishiguro, “tras la ocupación nazi Francia decidió recordarse a sí misma como una nación de bravos combatientes de la Resistencia en lugar de colaboradores”. Y añade el escritor: “Esta es la razón por la que después de la guerra surgieron el Nouveau Roman y la Nouvelle Vague. En aquel momento, intencionadamente o no, toda la tradición narrativa previa fue condenada al olvido porque se la consideró poco sofisticada. Pero lo que ocurría es que ya no se podía tener a un Balzac examinando como un forense qué había pasado durante los años de la guerra. Ya no se podía ir hasta ese lugar, pues el país se habría desgarrado, se habría destruido a sí mismo”.

Resulta tentador, casi inevitable, proyectar esta consideración sobre el “caso” español y lo que ocurrió en este país tras la muerte de Franco. También aquí, durante los años de la hoy tan cuestionada Transición, se optó por mirarse en un espejo favorecedor y, a este efecto, condenar al olvido toda la tradición narrativa previa por considerarla -vamos a decirlo así- poco glamurosa. Si bien lo que surgió no fue, ni mucho menos, nada tan extremo como el Nouveau Roman, ni tan germinal como la Nouvelle Vague. Lo que prosperó por estos pagos fue más bien un voluntarioso adanismo que sirvió para que no pocos mezclaran y confundieran conceptos como “normalidad” y “convención”, “cultura democrática” y “comercialidad”.

En los términos en que él mismo lo plantea, el tema de la nueva novela de Ishiguro parece concernir muy directamente a una sociedad como la española, cuya “memoria social” no habría sido convenientemente consensuada, como dejan bien a las claras las reclamaciones de una recalcitrante “memoria histórica”. Las mismas “verdades desagradables o inconvenientes” que algunos han pretendido enterrar hay otros que insisten tozudamente en exhumarlas, los relatos se impugnan mutuamente, y así no hay modo de hilvanar, ni explícita ni tácitamente, esa “narrativa colectiva” imprescindible para la construcción de esa forma de comunidad que se reconoce bajo el nombre de nación, ya en sí misma problematizada y cuestionada.

La forma tan sumaria con que, en los años de la Transición, se despachó una tradición narrativa mucho más cuestionadora de lo que se suele pensar, la ligereza con que se simplificaron los propósitos y los alcances de lo que, metiéndolo todo en un mismo saco, se englobó bajo la etiqueta de “realismo” -tanto más desdeñosamente si se le añadía el calificativo de “social”-, no fueron suficientes para sofocar el impulso escrutador y crítico que animaba a construir una narrativa distinta de la que se impuso en los años ochenta.

En cualquier caso, la nueva narrativa no contribuyó a evitar el desgarramiento que la sociedad española no ha cesado de padecer, debido, por una parte, a sus internas discrepancias sobre qué le conviene recordar y qué olvidar, y, por la otra, a su endémica ineficacia a la hora de urdir relatos integradores, de cualquier naturaleza, entendiendo por tales no tanto los que se revelan capaces de una aprobación más o menos unánime -objetivo improbable, y ni siquiera deseable- como los que aciertan a integrar en sus planteamientos los elementos necesarios para reflexionar y discutir con amplitud y complejidad las realidades compartidas, a efectos de tratar de asumirlas conjuntamente.