El intempestivo fallecimiento de Ricardo Piglia, el pasado 6 de enero, sorprendió a la prensa cultural con resaca y prácticamente en pelota, como quien dice. Eso explica, sin duda, que los artículos necrológicos que le fueron dedicados, sobre todo en esta orilla del Atlántico (pero también en la otra), abundaran, en mayor proporción de la corriente, en toda suerte de excesos y enormidades. Los hubo también ponderados y pertinentes, cómo no, y entre éstos quiero destacar, por sus implicaciones, el publicado por Patricio Pron en la revista Eñe, del diario argentino Clarín ("Ricardo Piglia, la figura en el tapiz", se titulaba).
Pron reflexiona en torno a la recepción de Piglia en España, donde es evidente, dice, que ha sido “mal” leído (no sin añadir a continuación, consoladoramente, que “el malentendido y la traducción ‘mala' son el modo de comunicación más habitual entre literaturas nacionales”). Para argumentar su aserto, repara Pron en el orden en que han sido publicados en España los sucesivos libros de Piglia y lo confronta con el orden en que fueron publicados originalmente. Según sus cuentas, la secuencia cronológica resultante es la siguiente: 1980, 1997, 1988, 1999, 1975, 2005, 1967, 1992, 1998, 2010, 2013, 1986 (correspondiente a la siguiente secuencia de títulos: Respiración artificial, Plata quemada, Prisión perpetua, Formas breves, Nombre falso, El último lector, La invasión, La ciudad ausente, La sonámbula, Blanco nocturno, El camino de Ida, Crítica y ficción). Me temo que Pron comete varios errores. Me consta, por ejemplo, que Respiración artificial fue publicada por Anagrama después de Plata quemada y Formas breves, y que Crítica y ficción fue el cuarto, y no el último, de los libros de Piglia publicados por la misma editorial (dejando a un lado los Diarios de Emilio Renzi y las conversaciones con Juan José Saer). Lo mismo da. Lo interesante es plantearse, como hace Pron, hasta qué punto, cuando no coincide con la original (como ocurre la mayor parte de las veces), la secuencia que forma el orden de publicación de los libros de un determinado autor extranjero desfigura la más conveniente recepción de su obra.
No es una cuestión baladí, al menos si se entiende que tanto la puerta de acceso a la obra de cualquier autor como el recorrido concreto que se hace de la misma determinan decisivamente tanto la afición como la comprensión que un lector pueda tener de ella. No, no es lo mismo empezar a leer a Piglia por Respiración artificial que por Plata quemada, por sus cuentos que por sus novelas, por sus ensayos que por sus narraciones. “Algo de lo sustancial de una obra permanece siempre al margen de los equívocos y las malinterpretaciones, naturalmente”, puntualiza Pron con ecuanimidad. Pero esos equívocos y malinterpretaciones se dan, sin duda, casi fatalmente. Y no está de más preguntarse por sus efectos distorsionadores.
En lo que a Piglia respecta, Pron se dice que, más allá de las malas lecturas que suscita el “desorden” de su publicación, la malinterpretación de una obra como la suya, en España, era punto menos que inevitable: “por una parte, porque su intuición genial de que las obras de Borges y Roberto Arlt eran compatibles y debían confluir para que la literatura argentina recuperase su productividad tras años de dicotomía no puede ser apreciada en toda su dimensión en España, donde Arlt es prácticamente un desconocido; por otra parte, porque la sociabilidad literaria y el ambiente cultural del que surgió la obra del autor de Nombre falso [...] no se corresponden con las experiencias culturales de las décadas de 1960 y 1970 de un país gobernado por el franquismo y con una tímida apertura puramente consensual”.
Otra observación muy concerniente, que mueve a plantearse todavía más ampliamente los problemas intrínsecos a la circulación entre literaturas nacionales, por mucho que posean una lengua común, y que contribuye a explicarse el diálogo de besugos en que tantas veces se resuelve el siempre precario tráfico literario entre Latinoamérica y España, donde, por ejemplo, como bien observa Pron, Piglia, no deja de ser, para buena parte de la crítica y de los lectores, un “objeto de contemplación reverencial y algo perpleja”.