La semana pasada ocupé mi columna en documentar el penoso final que tuvieron las relaciones entre Elias Canetti y Thomas Bernhard. Produce siempre incomodidad asistir a los conflictos entre dos escritores a los que uno admira. No pocas veces, el espectáculo de sus riñas, de sus más o menos ofuscadas incomprensiones o de sus desprecios produce a los lectores devotos un conflicto de lealtades, como cuando dos amigos se pelean o, peor aún, cuando discute una pareja por cuyos dos miembros profesa uno simpatía semejante.
Por lo que toca a Canetti y Bernhard, yo, personalmente (¿y cómo podría el yo manifestarse impersonalmente, se preguntarán ustedes? Pues de muchas maneras, créanme, de muchas), yo, les decía, no padezco conflicto alguno. Bernhard nunca ha sido santo de mi devoción, y sólo muy tardíamente algunos de sus muchos admiradores me han convencido de que es más, mucho más, que un organillero resentido y quejica. ¡Cómo se me pudo pasar por alto, irritado como estaba, el humor que ahora reconozco en sus textos!
Mucho más conflicto me crea, continuando con Canetti, su violento repudio de Iris Murdoch, a quien yo profeso una admiración sin límites. Leer las desagradables declaraciones que Canetti hace sobre Iris Murodch -de quien fue amante, como es sabido- me produce, esta vez sí, una auténtica desgarradura, tratándose como se trata de dos escritores de quienes tengo el más alto concepto y con los que mantengo, en la medida en que eso es posible en un simple lector, una relación casi íntima.
Pero es que en esto de ponerle a uno en apuros, al menos por lo que toca a sus lealtades como lector, Canetti no tiene competidor. Su repugnancia por T. S. Eliot, por ejemplo (“No soy capaz de escribir con el lápiz el nombre Eliot sin verme impelido a denostarlo de nuevo”, dice en Fiesta bajo las bombas), o por Max Frisch, ya no digamos por Stefan Zweig, que en su momento lo ayudó... Sus odios son tan múltiples e intensos como sus devociones (Toda la veneración prodigada, se titula en alemán una de sus primeras colecciones de apuntes). Menudo tipo, Canetti. La que nos espera si un día se publican sus diarios.
Pero los conflictos a los que me refiero se dan por doquier, y constituye un verdadero suplicio ver el propio santoral convertido en un Saloon del Oeste, sufriendo uno en su propia carne las botellas y las sillas rotas. Sustrayéndonos a la rigurosa actualidad, por aquello de no herir susceptibilidades todavía en curso, me remito, como creo que ya he hecho desde aquí mismo en alguna ocasión, a Jaime Gil de Biedma emprendiéndola contra Juan Ramón Jiménez; a Juan Benet dándole caña a Benito Pérez Galdós o a James Joyce; a Rafael Sánchez Ferlosio poniendo en solfa a Jorge Manrique o a San Juan de la Cruz, nada menos. Etcétera.
Pero en estos tres casos, como en otros muchos, se trata, en definitiva, de valoraciones retrospectivas, lo que hace que uno se sienta menos concernido. Peor es cuando son dos grandes contemporáneos los que se cuestionan radicalmente. Entre los infinitos ejemplos disponibles, recuerdo ahora en particular a Witold Gombrowicz leyendo El hombre rebelde de Albert Camus. Lo lee en el pupitre de la oficina del banco de Buenos Aires en que trabajaba, hurtando el libro a la vista de los demás empleados, “como años atrás en la escuela”. El texto le resulta horrible en su intencionado patetismo, y su moraleja se le antoja “impotente, abstracta y teórica”.
Superado el primer reflejo de consternación, estos desencuentros no dejan de ser altamente estimulantes. De hecho, todo buen lector debería someterse a sus efectos. Es decir, contrariar sus propias devociones poniéndolas en lugares difíciles. Y qué más difícil que verse en situación de rebatir a quien uno admira y venera tal vez insensatamente. Nada contribuye tan bien a remover los propios prejuicios, las opiniones heredadas o no revalidadas, ya sea un una u otra dirección. Nada ejercita mejor la inteligencia crítica, urgida de defenderse y, llegado el caso, obligada a cuestionarse y corregirse.
No pierdan la ocasión, toda vez que puedan, de practicar este deporte intelectual. Es vitamínico.