Al poco de haber publicado, hace dos semanas, la columna titulada Lealtades en conflicto, recibí este correo de Francisco Solano, que transcribo con su consentimiento:

“Vitamínica, sin duda, esa recomendación de tu artículo de hoy de rebatir las propias admiraciones. Pero me temo que es una práctica que no encontrará muchos adeptos. Aquí sólo se diverge de la propia devoción a partir de una decepción estrepitosa, venga de donde venga; y ni aún así se vuelve atrás para examinar qué sostenía antes esa devoción. Nadie parece dispuesto a estimularse fuera de los estímulos ya consensuados, y eso de fortalecer la ‘inteligencia crítica' se resuelve más en fastidio que en una tentativa vivificante. De ahí la solvencia de tus ejemplos, Canetti, Gil de Biedma, Benet, Ferlosio, Gombrowicz, todos ellos marginales de las fratrías literarias o escasamente porosos a sus reclamos. Para poder hacer lo que tan dignamente propones habría que valorar la negatividad como una fuerza de persuasión, y esa negatividad habitualmente se vive con alarma, un peligro de derrumbamiento, en lugar de una incidencia irremediable del estatuto del lector. El problema del lector es la presunción de que se construye como un muro (vaya, el clima político) que debe resistir la tormenta de la crítica (incluso de la propia, si se atreviera)”.

Solano es, como saben, narrador (acaba de publicar en Minúscula una excelente novela breve, Jugaban con serpientes, que les recomiendo vivamente) y, desde hace ya tiempo, sus reseñas en Babelia vienen destacándolo como crítico certero y exigente, muy por encima de la media. Me temo que tengo poco que oponer a su pesimista réplica de mi columna, que diagnostica con lucidez una de las razones por las que la crítica viene perdiendo, de modo galopante, su radio de influencia. (Claro que habría que considerar la responsabilidad de la crítica misma en que así ocurra).

Como sea, yo también pienso, como él, que un lector cada vez más ridículamente adulado y envilecido por la frecuencia con que se le ofrece la oportunidad de ejercer su propio dicterio, participando con fruición en esa especie de encuesta o de plebiscito permanente que proponen las redes sociales y los medios digitales (“¡me gusta!”), que un lector cada vez más acostumbrado a amparar su propio criterio en la estadística, y a encontrar estímulo -como observa Solano- en lo previamente consensuado, vive con alarma creciente, en efecto, cualquier asomo de negatividad.

Pero lo que me interesa más en las palabras de Solano es esa idea de que “aquí sólo se diverge de la propia devoción a partir de una decepción estrepitosa”, algo que no suele conllevar, según él, el examen de las razones que sostenían esa devoción. Todos hemos experimentado alguna vez el estupor de ver convertido en un mentecato al escritor que respetábamos o incluso admirábamos. No me refiero ahora a la relectura, siempre llena de peligros, de libros que nos entusiasmaron en la juventud extrema. De eso ya les hablé en otra columna. Me refiero a la experiencia adulta de sentirse dolorosamente consternado por el descrédito de quien teníamos en la más alta consideración.

El primer reflejo consiste, como siempre, en defenderse uno mismo y sostener eso: que el escritor en cuestión se ha vuelto idiota; que el éxito o la sed por obtenerlo lo han corrompido. Y no dudo de que así pueda ocurrir muchas veces. Lo que no ocurre casi nunca es, como dice Solano, que examinemos las razones que sostenían la vieja devoción, y mucho menos que lo hagamos con el rigor y la severidad suficientes como para sentirnos concernidos por ella. Es decir, como para descubrir hasta qué punto el aprecio que sentíamos por ese autor, por ese libro, comportaba cierta connivencia con los resortes tanto estéticos como ideológicos (si es que cabe distinguir netamente las dos cosas) que, convenientemente incubados (por lo general, al calor de su éxito creciente), han dado por resultado esa memez que ahora nos escandaliza.

De lo que se trata, en definitiva, es de someter a revisionismo los propios fervores y manías, toda vez que topamos con indicios de que eran infundados. Y derivar de eso, hasta donde sea posible (pero quién tiene tiempo para tal cosa), un aprendizaje.