Compré con curiosidad el número que la vetusta revista Ínsula dedicó el pasado mes de noviembre al asunto “Kafka en España”. Como era de temer, muy pocas de las contribuciones, la mayoría de corte demasiado académico, despertaron mi interés. Quizás el bien documentado recordatorio de Domingo Ródenas sobre el “kafkista” Ángel Flores sea la pieza más valiosa entre las diez que conforman el número, que se completa con una chocante encuesta a catorce escritores españoles. Digo chocante porque cuesta entrever el criterio con que se han seleccionado los escritores en cuestión.
La literatura de Kafka, así como esa lábil categoría que se segrega de ella, la de lo “kafkiano”, impregnan de tal modo la literatura del siglo XX que se hace difícil operar con una y otra. Son tantos los lugares comunes como los malentendidos. Al final, como rezaba un ya viejo título de Nuria Amat, Todos somos Kafka (1993). Recuerdo que el recientemente fallecido Luis Izquierdo comentaba con sorna cuando se publicó ese libro: “Hombre, sí. Pero unos más y otros menos”. Y lo mismo cabría decir a la vista de los inventarios abrumadoramente extensos que, en el número de Ínsula, se hacen de los escritores españoles presuntamente influidos por Kafka o en los que cabe reconocer su huella.
Apenas ningún escritor europeo de la segunda mitad del siglo XX escapa del todo al impacto de Kafka, aun en los casos en que no lo han leído. En este sentido, todos los escritores españoles, desde la inmediata posguerra hasta hoy mismo, acusan en su obra, de un modo u otro, los ecos de Kafka, por remotamente que sea. Pero por este camino no se llega a ningún lado.
Es plausible, por ejemplo, reconocer la lectura de Kafka en una novela insólita en la trayectoria de Miguel Delibes, Parábola del náufrago (1969). Pero cuesta más aceptar que tenga nada que ver con él una novela como Pabellón de reposo (1944), de Camilo José Cela. De hecho, es casi imposible pensar en una literatura más alejada de la de Kafka que la de Cela, se mire por donde se mire.
Más cerca, ya es un tópico endilgar la etiqueta de “kafkianos” a escritores como Javier Tomeo, Juan José Millás, Enrique Vila-Matas o Manuel Vilas. Todos ellos sin duda trabajan diferentes aspectos de lo que entendemos por “kafkiano”, pero de su común observación se deprende que, pese a su labilidad, esta categoría es bastante reductiva, escorada como está, más bien, hacia lo extravagante, hacia el absurdo. Fuera de que, en no pocos casos, parece que basta invocar el nombre de Kafka para pertenecer a su linaje. Digo esto último pensando en el censo sorprendentemente abultado de novelas que la profesora Elisa Martínez Salazar menciona por llevar en su título mismo el nombre de Kafka o el de cualquiera de sus personajes: El amigo de Kafka, El hijo de Kafka, La hija de Kafka, Kafkarama, Samsa, Gregor Samsa frente a la ventana, Kafka y la muñeca viajera, La mujer que había leído a Kafka, Te adoro Kafka... La cosa, como ven, es de risa.
Del carácter reductivo de lo que se entiende comúnmente por “kafkiano” es indicio para mí elocuente el que, en el número de Ínsula, tan abarrotado de nombres a menudo traídos por los pelos, no se mencionen por ningún lado (o al menos no le he sabido ver yo) los nombres de tres escritores que conozco bien y en los que, pese a no ser obvia, la huella de Kafka es mucho más profunda, reconocible y eficaz que en la mayoría de los que tantas veces se relacionan con el autor de El proceso. Me refiero a Juan Benet (el Benet de Nunca llegarás a nada, de En el Estado, de Trece fábulas y media), a Luis Goytisolo (en particular el de Fábulas) y, sobre todo, a Rafael Sánchez Ferlosio. Este último es autor de algunas piezas narrativas -“El escudo de Jotán”, “El reincidente”, “La Gran Muralla”, “El pensil sobre el Yang Tsé o la hija del emperador”- que lo acreditan, a mi juicio, como el más fino y penetrante lector de Kafka que han tenido las letras españolas.
Volveré sobre el asunto.