Concluía mi columna de la semana pasada señalando la huella de Kafka en tres escritores españoles -Benet, Goytisolo, Ferlosio- que raramente se asocian al autor de El castillo. Y es que, como les decía, el adjetivo “kafkiano” posee un campo semántico demasiado escorado hacia dos rasgos de la literatura de Kafka que, aun siendo sobresalientes, la connotan muy parcialmente.
En su tercera acepción, el DRAE define así el calificativo kafkiano, -na,: “Dicho de una situación: absurda, angustiosa”. Pero los lectores de Kafka saben bien que ni la angustia ni el sentido del absurdo agotan, en absoluto, una experiencia mucho más profunda y compleja -mucho más trascendente y perturbadora, también- que la que depara la combinación de esos dos adjetivos, por muy afortunada que sea.
Elisa Martínez Salazar y Julieta Yelin publicaron en 2013, bajo el título Kafka en las dos orillas (Prensas de la Universidad de Zaragoza), una amplia antología de la recepción crítica de este escritor en España y en Latinoamérica. El volumen reunía treinta y seis artículos y ensayos escritos a una y otra orilla del Atlántico desde 1927 (fecha de la reseña que Ramón María Tenreiro dedicó a El proceso y El castillo en el número 48 de Revista de Occidente) hasta la actualidad. Cerca de dos terceras partes estaban escritos por autores latinoamericanos, no pocos de ellos -como Borges, Virgilio Piñera, Augusto Monterroso o César Aira- claramente marcados por el escritor checo. A uno le da la impresión de que la huella de Kafka ha sido más profunda en Latinoamérica que en España, a pesar de los abultados censos del número de la revista Ínsula del que les hablaba en mi anterior columna. Y entre las razones que cabe aportar para justificar que así fuera probablemente se cuente, en muy primer lugar, la de que -con excepción acaso de la argentina y la mexicana- las literaturas de los diferentes países de Latinoamérica admiten ser encuadradas en el ambiguo concepto de “literaturas pequeñas”, formulado y argumentado por el propio Kafka en un pasaje célebre de sus diarios, a menudo malinterpretado por la defectuosa traducción que, en un ensayo justamente célebre (Franz Kafka. Por una literatura menor, de 1975), Gilles Deleuze y Felix Guattari hicieron al francés del adjetivo alemán kleine (‘pequeña').
En Kafka en las dos orillas se recoge un viejo y luminoso trabajo de Jordi Llovet que discurre sobre esta importante cuestión: “Franz Kafka y su proyecto de una pequeña literatura nacional” (1976). En él sondea Llovet ese concepto de “literatura pequeña”, entre cuyos rasgos se contarían la “vitalidad”, la tensión “polémica”, la “falta de principios”, los “temas pequeños”, la “conexión con la política”, la “fe en la literatura”, y “el planteamiento de los defectos nacionales de un modo sin duda especialmente doloroso pero liberador y digno de perdón” (los términos entrecomillados citan a Kafka). No es lugar éste de profundizar en una materia tan escurridiza y a la vez llena de peligros. Pero sí quizá de apuntar, de manera sumaria, que Latinoamérica ofrece un mosaico de “literaturas pequeñas” (correspondientes a otras tantas culturas relativamente “pequeñas”) en las que, no por casualidad, prosperan con naturalidad talentos a veces llamativamente afines al de Kafka, como pueden ser los de los ya mencionados Piñera y Monterroso en Cuba y Guatemala, respectivamente, o los de Felisberto Hernández y Mario Levrero en Uruguay.
Estoy especulando con la posibilidad de que exista un vínculo más o menos causal entre el “tamaño” de una determinada literatura nacional y el tipo de talento que prospera en ella. O, más plausiblemente, con la idea de que las “grandes” literaturas nacionales -entre las que quizá quepa incluir la española-, con sus escalafones, circuitos y retóricas bien engrasadas, posean efectos inhibidores, si no del florecimiento -en definitiva imprevisible, a menudo caprichoso-, sí del buen desarrollo y las convenientes recepción y circulación de talentos que -como sugiere Llovet, refiriéndose a las “literaturas pequeñas”- “se abren paso con una escritura deseante y lábil, con la escritura del goce, con la fórmula de la pequeña diferencia transversal: una negatividad productiva y exultante, una escritura animada por la fuerza peregrina de un deseo subjetivo a la deriva”.