Dispuso la casualidad que los dos libros de Rosa Chacel que la editorial Lumen acaba de recuperar -Desde el amanecer, de 1972, y Barrio de Maravillas, de 1976- llegaran a mis manos al tiempo que releía La novela luminosa (2005), de Mario Levrero. Quien haya leído esta novela extraordinaria (genial contrafigura narrativa de la también póstuma 2666, de Roberto Bolaño, publicada apenas un año antes), quizás recuerde que el impulso de escribirla -o más bien de escribir el diario de vida que constituye la mayor parte de la novela- fue la lectura, por parte de Levrero, de los diarios de Chacel (Alcancía. Ida y vuelta, 1982). Levrero había leído poco tiempo antes Memorias de Leticia Valle (1945), que le había encantado. Pero fue en los diarios de Chacel, que le obsequió una amiga, donde encontró un estímulo decisivo para escribir el suyo propio. “Me maravilla la cantidad de coincidencias que hay entre doña Rosa y yo. Percepciones, sentires, ideas, fobias, malestares muy parecidos. Debió de ser una vieja insoportable”, dice.
Esta sorprendente “conexión” Chacel-Levrero se convierte en uno de los numerosos leitmotiv de La novela luminosa, en la que se va dando cuenta de las lecturas que Levrero hace durante el año que, gracias a una beca de la Fundación Guggenheim, dedica casi en exclusiva a escribir su propio diario, entre agosto de 2000 y agosto de 2001.
El mismo Levrero se muestra extrañado de esa conexión. “Me resulta inexplicable esta identificación con la escritora; todo está en contra: el siglo, la cultura, los centros de interés (al menos los visibles), la manera de ser, el sexo. Y sin embargo, no ejerce sobre mí la atracción de lo opuesto, sino de lo igual”.
La casi perfecta ignorancia que Levrero tiene de la literatura española contemporánea, sumada a la falta de brújula y de prejuicios con que lee (mezclando a Bernhard con Ellroy con Beckett con Maugham con Burroughs, con innumerables novelas policiales que compra en saldos), contribuyen a entender que un escritor como él manifieste sin ambages tamaño entusiasmo. Terminados los diarios de Chacel, emprende la lectura de Barrio de Maravillas, que sigue impresionándolo del mejor modo: “Me atrapó desde el mismo comienzo. Qué frescura, qué manejo del idioma, que intuición psicológica... En materia de lenguaje, y por qué no en materia de literatura, Rosa Chacel me hace sentir como un enano deforme”.
Levrero escribe esto último apenas comenzada la novela de Chacel. Dos días después, sin embargo, el entusiasmo se enfría. El libro ha comenzado a decepcionarlo. Piensa que hay en él “algo fallido, algo forzado”. Le parece que Chacel “enreda el argumento con disquisiciones filosóficas, o con un modo de relato un tanto simbólico o poético o qué se yo”. Y añade: “Está muy bien, todo es muy fino, finísimo, delicadísimo, y profundísimo; pero tal como está desarrollado es un poco agobiante”.
El caso es que Levrero aplaza una y otra vez el propósito de retomar la lectura de Barrio de Maravillas, y cuando por fin lo hace, obligado por su “amor a doña Rosa”, no puede dejar de decirse: “Qué error, qué error ese libro...”. Pasan semanas durante las cuales no puede continuar la lectura. Ya a punto de concluirlo, el libro le parece “espantoso”, “un error mayúsculo”, y con la mejor voluntad busca explicaciones que sirvan de atenuante a este veredicto: “seguramente la necesidad de doña Rosa de ponerse a tono con alguna moda”, empujada -presume Levrero- por su declarada “necesidad de hacerse conocer y ocupar un lugar en las letras españolas”...
Doy cuenta de todo esto porque me parece un documento excepcional -por prolijo, por desinhibido, por cándido- de cómo un lector latinoamericano lee a un autor español, fuera de sus coordenadas. En otros lugares de La novela luminosa se encuentran juicios ocasionales sobre otros escritores españoles, leídos siempre un poco al tuntún, sin apenas saber nada de ellos. Así, el prólogo de Javier Tomeo a una novela de Peter Handke le mueve a Levrero a tomarlo por “un idiota”.
Resulta siempre instructivo, además de regocijante, asomarse a la cotidianeidad de un lector inteligente pero despreocupado que se pronuncia sin cortapisas sobre lo que cae en sus manos. Buscaremos más casos.