Puede que sea cosa mía, pero me da que de un tiempo a esta parte la cuestión generacional, siempre latente, siempre escurridiza, ha recobrado renovada vigencia y hasta se está encabronando un poco. En el centro del debate se halla esta vez la franja generacional de los nacidos en los años sesenta, es decir, la de los actuales cincuentañeros o cincuentones, pobres de nosotros. Algo tendrá que ver la última y muy divertida novela de Antonio Orejudo, Los cinco y yo (Tusquets), por muchas razones recomendable. En ella esboza Orejudo (nacido en 1963) un balance bastante negativo del papel desempeñado por su generación, a la que reprocha su mansedumbre. Recogiendo unas declaraciones que hizo Orejudo en este sentido, Javier Cercas (1962) se refirió a esa misma generación, que es la suya propia, como “la generación pasota”, y tituló así una columna en la que abundaba en el diagnóstico de Orejudo, haciéndolo aún más sangrante.
“En el origen de todos nuestros males está nuestra despolitización”, aseguraba Cercas: “Dimos la democracia por hecha y, considerando sucia o indigna la práctica de la política, nos retiramos a nuestros quehaceres privados. Ese fue el error”.
Habría mucho que decir a este respecto. Como Luis Magrinyà (1960), yo también impugno, al menos parcialmente, el diagnóstico de Orejudo (y, por ende, el de Cercas). Los tres tenemos una conversación pendiente sobre el asunto. Quienes éramos adolescentes en los años de la Transición, quienes entramos en la veintena participando del entusiasmo colectivo que generó la victoria de los socialistas en 1982 (“¿qué Gobierno podría haber soñado una mejor disposición hacia el colaboracionismo como el que tenía ante sí el que ese año formó Felipe González?”, se preguntaba Ferlosio), difícilmente pudimos sustraernos de la pasión política que impregnó aquellos años. Lo que ocurrió es que, demasiado jóvenes para hacernos partícipes de las importantes cuotas de poder que entonces se repartieron, asistimos desde la primera fila, como testigos atónitos, a la descarada y acelerada mutación de quienes las asumieron.
Volveré sobre este asunto, que me parece importante y que exige un desarrollo bastante más amplio -y más severo- del que permite una columna como ésta. Lo que de momento me interesa señalar son algunos tintes particulares que “la cuestión generacional”, vamos a llamarla así, viene adoptando. En primer lugar constato, entre sorprendido y regocijado, la actitud a medias condescendiente y a medias culposa que, respecto a los más jóvenes, adoptan algunos miembros destacados de esa generación que ya se ha adentrado en la cincuentena. No hace mucho firmaba Elvira Lindo (1962) un curioso artículo significativamente titulado “Dejemos sitio” (¿dejemos? ¿quiénes?). La autoindulgencia apenas disimula, en el caso de Lindo, cierto malestar ante las posiciones adquiridas y ante el enojo que se masca en el ambiente.
De otro tenor es la reciente columna de Javier Marías estentóreamente titulada “Los vejestorios cabrones”, en la que, con indisimulada acritud, sale al paso de quienes reprochan a los mayores (Marías es del año 1951, pertenece pues a una franja generacional anterior a la de los actuales cincuentones) estar haciendo de tapón para el conveniente desarrollo de quienes vienen detrás.
Esto del “tapón” generacional es un asunto del que llevo toda la vida oyendo hablar. Lo nuevo ahora es que a la tabarra de siempre se suma una nota “política”, vamos a llamarla así, que impregna sutilmente el tradicional enfrentamiento, irisado en la actualidad de matices ideológicos. Alguna vez he dicho que la dialéctica generacional tiene mucho de lucha de clases proyectada en el orden de la herencia. También al campo cultural ha llegado la onda expansiva de un descontento que, con más o menos fundamento, según los casos, atribuye a los más conspicuos representantes de ese campo su responsabilidad en un estado de cosas del que se les considera beneficiarios. No cabe desentenderse, en este punto, de las particulares resonancias que ha terminado por emitir un diario como El País, convertido, a según qué efectos, en una tribuna problemática, dada su andadura. No es casual que sean caracterizados colaboradores de ese diario quienes se resienten más explícitamente de las tensiones emergentes.
Pero, como digo, habrá que volver sobre todo esto, e ir por partes.