Image: La obra

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Mínima molestia

La obra

6 octubre, 2017 02:00

No he reunido valor para ir a ver Cézanne y yo, la película de Daniele Thompson estrenada en España hace pocas semanas, con escaso éxito. Lo cierto es que el tráiler resultaba decididamente disuasorio. Ver a Paul Cézanne (Guillaume Gallienne) sobreactuado como un bohemio asilvestrado y charlatán, histéricamente vitalista y bronco, es más de lo que -me temo- puedo aguantar. En el tráiler, los fragmentos de diálogos entre el vehemente Cézanne y un adocenado Émile Zola (Guillaume Canet) bastaban para hacerse una idea del poquísimo rigor y los nulos escrúpulos de un guión sin duda trufado de inexactitudes, cuando no de falsedades. El severo comentario que, en esta misma revista, dedicó a la cinta Juan Sardá terminó de convencerme de que no valía la pena perder tiempo en confirmar mis aprensiones.

Lo lamentable de todo esto es que se haya desaprovechado lo que sin duda constituye un asunto repleto de interés: la estrecha amistad que, a pesar de sus muy acusadas diferencias de carácter, unió desde la infancia a dos de las más destacadas personalidades de la cultura francesa de finales del siglo XIX; una amistad a la que puso fin la publicación de L'Oeuvre (La obra, 1886), novela en la que Zola traza, inspirándose en Cézanne, el retrato de un artista malogrado.

Hace ya unos años, en 2006, cuando Andreu Jaume me sugirió que pensara en algún título para la colección de Grandes Clásicos Mondadori, que él mismo conducía, no dudé en proponerle La obra, que por entonces permanecía aún inédita en castellano. José Ramón Monreal la tradujo con su acreditada experiencia, y a mí me correspondió escribir un prólogo en el que, como mejor pude, volqué el interés muy grande que desde mucho atrás me despertaba la ruptura de aquella amistad, con todo lo que implicaba. Se trata de uno de esos episodios marginales en que se cifran un montón de cuestiones atrayentes: la trayectoria divergente de dos grandes talentos que se desarrollaron al unísono; la pérdida de los ideales de juventud, sentida a momentos como traición o como tragedia; las asimetrías del éxito y el fracaso y las susceptibilidades a que dan lugar, los malentendidos, los resentimientos; la forma en que la posteridad no tardó en invertir esas asimetrías... todo ello sobre el trasfondo de la agitada vida artística parisina durante el periodo decisivo que va de 1863 a 1876, es decir, cuando se produce la “revolución” de los impresionistas, aparece esa nueva entidad conocida como "público" y se sientan las bases del moderno mercado de arte.

La obra es una novela estupenda, que en no pocos sentidos viene a constituir una plausible réplica, en el campo de las artes plásticas, de lo que Balzac hizo con el de las letras en Las ilusiones perdidas (1843). Otra novela de Balzac, La obra maestra desconocida (1831), se reconoce también como precedente del empeño de Zola por “pintar la lucha del artista contra la naturaleza, siempre en batalla con lo verdadero y siempre vencido, la lucha contra el ángel”.

Al poco de recibir la novela de su amigo, Cézanne le mandó una breve y cortés nota en la que le agradecía “este grato testimonio del pasado” y le estrechaba la mano “en recuerdo de los viejos tiempos”. Sólo unas líneas, de tono extrañamente gélido si se contrasta con el que impera en la copiosa correspondencia mantenida por los dos amigos durante casi tres décadas.

Nunca más se volvieron a ver. Sin que mediara ninguna explicación, evitaron toda ocasión de reencontrarse y no volvieron a escribirse.

Probablemente, no había más que decir. En su novela, Zola, que se había dado a conocer, antes que como novelista, como perspicaz y combativo crítico de arte, defensor de las nuevas tendencias, revelaba su radical incomprensión de los rumbos emprendidos por Cézanne. Y entretanto éste se había convertido en un incómodo testigo del triunfo de su viejo compañero, de su apoltronamiento, de su creciente conservadurismo estético.

El silencio entre Zola y Cézanne sigue siendo el más explícito comentario a una de las encrucijadas decisivas del arte moderno, a punto de emprender el camino por el que se adentraría resueltamente en la acelerada vorágine de las vanguardias.