“Una pieza lograda genera la impresión de que todo ahí es deliberado. Eso no podría suceder de otra manera.” Lo dice Juan Villoro en "La pasión y la condena. Viaje en torno a una mesa de trabajo", el primero de los textos recogidos en La utilidad del deseo (Anagrama), su último libro de ensayos, excelente como todos los suyos, y donde discurre ampliamente sobre “los motivos de la escritura”.

A continuación añade: “Uno de los grandes estímulos de leer a autores de segunda fila o claramente fallidos es que sus libros sí podrían suceder de otra manera y en consecuencia sugieren otros libros”.

La observación de Villoro me trajo al recuerdo una de las razones que daba Paul Valéry para justificar su incapacidad de escribir novelas. Decía Valéry que en ello intervenía su “sensibilidad excesiva con respecto a lo arbitrario”, y lo explicaba así:

“Toda obra literaria esta expuesta a cada instante a la iniciativa del lector. A cada instante éste puede reaccionar a su lectura efectuando sustituciones que afectan a los detalles de la obra o de su evolución. El decorado, el relato, el tono pueden ser más o menos alterados, mientras el conjunto se conserva de modo más o menos evidente. Casi todo el arte consiste en hacer olvidar al lector su posibilidad personal de intervención, en adelantar su reacción por todos los medios o en volverla más difícil por el rigor y las perfecciones de la forma. Toda novela puede recibir uno o varios desenlaces aparte del que ofrece; pero es más incómodo modificar a nuestro gusto un poema bien ejecutado. Esta sensación de las posibilidades, muy fuerte en mí, me ha alejado siempre de la vía del relato”...

Parece comprensible que, ya no escribir, sino leer novelas pueda constituir poco menos que una tortura para quien no cesa de discurrir alternativas a lo que está leyendo. La literatura entera, bien considerado, depende de cierto imperativo de obediencia. Alguien toma la palabra y los demás lo escuchan. Así vendría siendo desde los tiempos en que ni siquiera existía la escritura y el brujo, sacerdote o vate de la comunidad oficiaba ante la misma. Ya en tiempos modernos, la actividad silenciosa de leer un libro, se trate o no de una novela, comporta -por muy mal que suene a nuestros oídos, planteado en estos términos- un principio de sumisión. Apenas empezamos a percibir las consecuencias que no sólo en la institución narrativa sino, más ampliamente, en la literaria, tiene la incesante expansión y arraigo de cierto fundamentalismo democrático, abonado por las redes sociales; el rechazo compulsivo de toda jerarquía, la incapacidad de “consumir” un discurso sin interactuar con él, sin replicarlo, sin -vamos a decirlo así- “plebiscitarlo”.

Los sucesivos fracasos con que se han saldado las distintas tentativas de construir colectivamente un relato, de convertir al lector en partícipe de su desarrollo, de consensuar su desenlace, invitan a pensar que cierto grado de subordinación sería imprescindible para que comience a ponerse en marcha el mecanismo de la literatura. Y que sólo la mayor o menor susceptibilidad del lector a abdicar de su iniciativa propia, su más o menos acusada “sensación de las posibilidades”, su más o menos desarrollada “sensibilidad con respecto a lo arbitrario” (por adoptar la fraseología de Valéry) determinarían no tanto su grado de exigencia como su inclinación instintiva por las formas más o menos cerradas o abiertas, más o menos rotundas o relativas (como los seriales televisivos).

Como sea, lo que sobrevuela tácitamente en las consideraciones tanto de Villoro como de Valéry es cierto concepto de “logro” o, por así llamarla, de “perfección”. Al que se opondría ese “sentido de la posibilidad” que da pie a Villoro para sugerir que la obra fallida sirve muchas veces de estímulo a creaciones más redondas.

Pese a lo cual, da la impresión de que desde hace mucho el arte y la literatura contemporáneos han renunciado a ese imperativo de perfección, a esa suerte de calculado “fatalismo” que subyace a la idea de “logro”, y que sus rumbos apuntan más bien en sentido contrario, fomentando -en obras abiertas, inconclusas, irresueltas, deliberadamente precarias y hasta insuficientes- ese “sentido de la posibilidad” a la vez adulador y corrosivo.