Leo en la tercera y última entrega de Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia (Anagrama), lo siguiente: “Lo más extraño y difícil de pensar es esto: que las cosas vayan mal, tan mal como uno pueda imaginar, no quiere decir que no puedan ir todavía peor. No hay ninguna lógica y ningún equilibrio. La historia y la situación política afectan directamente a la vida personal”.
Piglia escribió estas palabras a finales de agosto de 1979, en Buenos Aires, durante el período más negro de la Junta Militar argentina. Yo las leí días atrás, en un contexto sin duda bastante menos siniestro pero lo suficientemente tenso y perturbador como para tener la misma sensación de que “la historia y la situación política afectan directamente a la vida personal”.
Me pregunto si en algún momento ha dejado de ser así. Supongo que no, que se trata simplemente de una cuestión de intensidad, de velocidad.
La misma mañana en que escribo esto, El Periódico publica un artículo de opinión suscrito por “un grupo de mujeres profesionales y académicas” en el que se alerta sobre el deterioro que las circunstancias políticas están ocasionando en la salud de muchos catalanes. “En las consultas médicas y psicológicas ha aumentado el número de pacientes con ansiedad, dificultades para dormir, molestias digestivas funcionales, estados de fatiga física y emocional...” En sus diarios, Piglia describe la progresión de no pocos de estos síntomas en sí mismo. Exhibe con pormenores la depresión de la que fue víctima, y las tendencias suicidas a que dio lugar.
No pretendo dramatizar. Confieso estar muy lejos de padecer efectos de este tipo, por grandes que sean la irritación, la tristeza y la fatiga que me viene produciendo la situación creada. De momento, sólo me puedo quejar del irrecuperable caudal de horas perdidas en leer obsesivamente la prensa (afortunadamente, no uso ni televisión ni redes sociales). De eso, y del penoso aspecto de una ciudad -Barcelona, en mi caso- convertida en una especie de tenderete, con trapos colgados de todas partes. Pero, como advierte Piglia, hace rato que vengo vislumbrando que el que las cosas vayan “tan mal como uno pueda imaginar, no quiere decir que no puedan ir todavía peor”, dado que, en efecto, “no hay ninguna lógica y ningún equilibrio” a los que confiar su control.
Me revuelvo, sin embargo, contra la tácita equiparación de la historia con la situación política. Pienso que buena parte del problema reside precisamente ahí: en el malentendido que invita a poner a ambas -a la historia y a la política- en un mismo plano.
No lo están. Y ya sabemos de los peligros de que la primera se interfiera en la segunda. Con irresponsable ligereza, unos y otros entrecruzan estos días acusaciones de fascismo. La palabra suena especialmente hueca en boca de los más jóvenes, que parecen emplearla con total ignorancia de su significado. En particular ellos tendrían que aprenderse la definición del concepto que procura Ferlosio en uno de sus pecios: “El fascismo consiste sobre todo en no limitarse a hacer política y pretender hacer Historia”. La pasión coreográfica del soberanismo catalán, y su grotesca réplica por parte del nacionalismo español, deberían servir a todos de advertencia a este respecto.
Preguntada en una entrevista reciente sobre “el asunto”, Belén Gopegui se lamentaba de que la izquierda fuera incapaz de “intervenir en un horizonte en el que las elecciones vitales se van cerrando cada vez más y en el cual la victoria del relato se convierte en algo más sencillo de alcanzar que la victoria del argumento”.
Entiendo que el relato es la Historia y el argumento la política. Y que el diálogo por el que tantos claman se vuelve imposible cuando el relato se antepone al argumento. Eso es, sin embargo, lo que viene ocurriendo en unos tiempos en que se suceden con frecuencia casi diaria las jornadas “históricas”. Toda una ciudadanía parece haber optado por disolver en la Historia los argumentos de sus propias vidas.
Ignoran lo que Milan Kundera -que hizo de ello el núcleo de su narrativa- decía: que “el tiempo del destino individual jamás debe coincidir con el de la Historia”.
Ay cuando es así.