Image: Valle y los catalanes

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Mínima molestia

Valle y los catalanes

10 noviembre, 2017 01:00

Estas últimas semanas es frecuente oír y leer, empleados en relación al “asunto catalán”, los adjetivos esperpéntico y valleinclanesco. Tirios y troyanos se llenan la boca con ellos, uno no sabe bien con cuánto fundamento.

Con motivo de la huida de Puigdemont a Bruselas, Pablo Casado, vicesecretario de Comunicación del PP, declaraba: “Puigdemont no solo es ridículo, sino que es patético, esperpéntico, penoso, y se ha convertido en un personaje de Valle-Inclán”. El mismo día 31 de octubre, Pilar Rahola, en su columna de La Vanguardia, recomendaba leer Martes de Carnaval, y adoctrinaba a los lectores diciéndoles que “Valle-Inclán sabía que España se construía sobre un inmenso melodrama, con ribetes de hidalguía feudal, y su espejo cóncavo la deconstruyó con brutal precisión”.

“Ni idea de qué diría Valle-Inclán ahora...”, continuaba Rahola, invocando “la demoledora acidez del venerable gallego”. Cualquiera sabe, en efecto. Pero caben pocas dudas de que, tanto o más que Puigdemont, la misma Rahola y Pablo Casado le darían materia suficiente para armar a partir de ellos personajes afines a los que pueblan El ruedo ibérico, su última e inacabada novela.

Por lo demás, sería un buen momento este para indagar en las relaciones de Valle con Cataluña, un asunto nada fácil de despachar. Conviene recordar que fue en Barcelona donde Valle estrenó en marzo de 1907 la primera de sus “Comedias bárbaras”, Águila de blasón, y que en 1911, cuando más imbuido estaba de sus fervores carlistas, fue en la misma Barcelona donde estrenó también -entre fuertes medidas de seguridad, dado el carácter político de la pieza- Voces de gesta.

Relativos a Cataluña y los catalanes, así como a la lengua catalana, cabe espigar no pocos pasajes en la obra y en las declaraciones de Valle. A menudo incurren en el tópico, pero otras denotan un oído muy fino y una observación de muy primera mano. Especialmente agudo se muestra cuando trata de personajes históricos que estudió con detenimiento, como Juan Prim, al que Valle profesaba una particular inquina. Léase si no el siguiente pasaje, y distráigase el lector buscándole un correlato en el presente: “Era pródigo de grandes gestos. Orquestaba con sus crasas vocales catalanas las más huecas y retumbantes frases del almanaque revolucionario. Ocultaba, ladino, sus sentimientos e intenciones, y a la clara significación de las otras banderías sumadas a la conjura revolucionaria oponía el futuro enigmático de la voluntad nacional. Descubría una genial astucia para ocultar sus propósitos en la vaciedad metafórica y truculenta de una retórica sin ideas”.

El Padre Claret y el “tonel de su prosodia payesa” también acaparan, sobre todo en Viva mi dueño, algunas pullas memorables. Pero en particular debe recordarse uno de los episodios más célebres y también más significativos y emocionantes de Luces de bohemia. Tiene por escenario el calabozo al que es arrojado Max Estrella después de la escandalera que protagoniza en el Ministerio de la Gobernación. Allí coincide con un preso recién torturado que, interrogado por Max, se identifica a sí mismo como un “paria”. Max Estrella adivina que es un anarquista catalán y el diálogo que ambos mantienen, lleno de declaraciones incendiarias (“Barcelona alimenta una hoguera de odio... Barcelona industrial tiene que hundirse para renacer de sus escombros, con otro concepto de la propiedad y del trabajo. En Europa, el patrono de más negra entraña es el catalán, y no digo del mundo porque existen las colonias españolas de América. ¡Barcelona solamente se salva pereciendo!”) concluye con una diagnóstico desolador: “Ricos y pobres: la barbarie ibérica es unánime”, y una pregunta desgarrada: “¿Dónde está la bomba que destripe el terrón maldito de España?”.

Se equivoca Rahola si piensa que, para Valle, Cataluña queda fuera de ese “terrón maldito”. Se equivoca aún más Casado si piensa que él mismo resultaría para Valle menos “patético, esperpéntico, penoso” que Puigdemont. “Toda la España es una demagogia”, dice un personaje de Martes de Carnaval. Nadie queda fuera de ese espejo cóncavo en el que Valle mira la realidad española y que incluye sin excepción a todos sus figurantes: militares y funcionarios, políticos y clérigos, banqueros y conspiradores, obreros y campesinos, madrileños y catalanes. Todos. Tal es su verdad, su drama, su carcajada.