Infancia e infantilismo
Ya se sabe. Si no esta semana, la que viene. Con vistas a las Navidades, la mayor parte de los suplementos culturales, incluida esta revista, dedicarán el grueso de sus páginas a los libros infantiles. Éstos, entretanto, se han convertido en un género editorial altamente rentable, que ampara productos de muy varia naturaleza, desde los cuentos tradicionales a artefactos sofisticadísimos, que de libros apenas tienen el aspecto exterior y el uso de cartulina impresa, dado que, una vez abiertos, se despliegan de las maneras más asombrosas.
Resulta dificilísimo, en la actualidad, seducir a un niño con un libro, qué duda cabe. Para conseguirlo se prodigan toneladas de ingenio y creatividad, por parte de escritores tanto como de ilustradores y diseñadores. Los resultados son no pocas veces felices, con frecuencia sorprendentes, o sencillamente espectaculares. Pero, frente a muchos de lo que hoy se dan como libros infantiles, uno se pregunta cuáles son los criterios empleados para calificarlos así.
Dejemos a un lado los que se ofrecen crasamente como juguetes, y en general todos los destinados a niños que no saben leer, o que apenas pueden hacerlo. Ciñámonos, de entrada, a los cuentos ilustrados, cada día más artísticos, si bien a menudo más del gusto de los adultos que los compran que de los niños a quienes los obsequian.
Como ocurre en el cine de animación, pensado cada vez más para un público mixto de niños y adultos (comprendida la amplísima franja intermedia), mi impresión es que las fronteras entre el libro presuntamente infantil y el libro concebido como objeto de contemplación y coleccionismo son cada vez más difusas. La tendencia sería coherente con el proceso de imparable infantilización al que parece abocada la cultura de masas. Pero antes de precipitarse a entonar las previsibles jeremíadas a este respecto conviene recordar las inteligentes puntualizaciones que al propósito hace C. S. Lewis, el autor de las Crónicas de Narnia, en su delicioso y ya clásico ensayo sobre La experiencia de leer (de 1961, pero rescatado por Alba, en exquisita traducción de Ricardo Potchar, en el año 2000).
Lewis protesta allí contra "la práctica actual de clasificar los libros según los ‘grupos de edad' a los que supuestamente corresponden". Sospecha que esta tarea "suele estar a cargo de personas que no se interesan demasiado por la verdadera naturaleza de las obras literarias y cuyo conocimiento de la historia de la literatura deja mucho que desear”. Y se indigna -siempre educada y cordialmente- con quienes se apresuran a tachar de “infantiles” según qué aficiones.
Como adelantado -al igual que Tolkien- del moderno auge de la literatura fantástica, Lewis empieza por salir al paso del prejuicio que la confina a la mentalidad infantil. “La asociación ente la fantasía y la niñez -escribe-, la creencia de que los niños son los lectores a quienes está destinado este tipo de libros [los de fantasía], o de que éstos constituyen el material de lectura dedicado específicamente a los niños, dista mucho de ser universal, y data de fechas recientes. La mayoría de las grandes obras de la literatura fantástica, así como gran parte de los cuentos de hadas, no estaban dirigidos sólo a los niños sino al público en general”.
Enseguida reacciona Lewis contra los empleos críticos o simplemente condescendientes de la palabra “infantil”. Y aunque acepta como deseable, por supuesto, la superación de determinados rasgos de la infancia, considera que “haber perdido el gusto por los prodigios y las aventuras no es más digno de celebración que haber perdido los dientes, el cabello, el paladar y, por último, las esperanzas”. “¿Por qué se habla tanto de los defectos de la inmadurez y tan poco de los de la senilidad?”, pregunta.
Por lo demás, el mismo Lewis es el primero en alertar sobre los peligros que entraña ampararse en la inexperiencia de la infancia, en su -por llamarlo así- primitivismo, para interpelarla mediante “dibujos de factura lamentable” y “textos de una vulgaridad y una insipidez casi infrahumanas”.
También en estos casos, sin embargo, cabe preguntarse si “lo que hay que explicar no es el gusto de los niños, sino el nuestro”. Dónde concurren infancia e infantilismo, y uno y otro con la oligofrenia o la simple chapuza.