Desde aquí mismo creo haber admitido ya que me gusta la Navidad. Empleo el verbo “admitir” porque, al menos en mi franja generacional, esta debilidad mía tiene algo de vergonzante. El potlach navideño alienta, no sin razones, toda suerte de severidades. Y el kitsch de los villancicos, de las iluminaciones callejeras, de los adornos tan a menudo espantosos, apenas deja margen a ningún tipo de rescate estetizante. Pese a lo cual, qué quieren: me gustan, me encantan las navidades, mal que me pese. Lo que no implica que, una vez sumergido de pleno en ellas, deje de ejercitar mi sentido crítico.
Éste se despertó muy tempranamente con el asunto de los “belenes” o “nacimientos”, una de las tradiciones navideñas por las que siento más afición. Qué niño no ha pasado ratos, a veces horas, contemplando absorto las escenografías montadas para la ocasión, con más o menos pericia. Y qué otro plan puede ser para ese niño más excitante que participar en el montaje del belén -preferiblemente en compañía de un adulto bien dispuesto-, tomando graves decisiones sobre la posición de los pastores, por dónde hacer correr el río de papel de plata, la conveniente distribución de las ovejas. Si alguien necesita colaboración o consejo para estos asuntos trascendentales, que me llame.
Muy pronto, sin embargo, al observar aquí y allá los belenes que se ofrecían a mi contemplación, empezaron a desazonarme tantos desaguisados que se me antojaban insufribles. Lo peor de todo: el empleo de figuritas de distintas procedencias y tamaños, ya sea por un equivocado sentido de la perspectiva (que la escasa profundidad de campo no permitía trazar con una mínima gradación), ya por simple chapucería (figuritas adquiridas irresponsablemente en distintos lugares y ocasiones, a menudo de estilos y hasta de materiales diferentes: ¡arcilla y plástico combinados!).
Otra cosa que me desasosegaba particularmente era ese innecesario abigarramiento tan característico de los afamados “belenes napolitanos”, siempre abarrotados. ¿No se daban cuenta sus artífices de que toda esa gente no venía a cuento? ¿Ignoraban que Jesús había nacido en un pesebre de Nazaret a altas horas de la noche, y que los ángeles tuvieron que ir a avisar a los pastores para que se enteraran? ¿Qué pinta, alrededor del establo, esa multitud afanada en toda suerte de oficios (lavanderas, carpinteros, herreros, ¡pescateros!, porteadores, soldados...), como si el milagro de la Navidad se hubiera producido en pleno bullicio urbano? ¿No fue aquélla, dicen, una noche de paz?
Más adelante, lo que me enojaba eran las incoherencias “geográficas” o “antropológicas”, vamos a llamarlas así. Eso de que, habiendo palmeras y camellos en el belén, el paisaje estuviera nevado, por ejemplo. O que, entre pastores ataviados con túnicas, se colara un “caganer” con barratina. Cosas así.
Sólo mucho más tarde he aprendido a rebajar mis exigencias de verosimilitud y a entender que el verismo no es siempre la mejor opción, menos aún cuando se trata de contenido míticos y/o tradicionales. El arte antiguo y medieval suele dimensionar las figuras conforme a su importancia jerárquica. Los pintores clásicos ataviaban a los figurantes del Nacimiento con atuendos y arreos propios de la época misma en que el cuadro fue pintado, muchas veces de un lujo y esplendor del todo inconsecuentes.
El realismo al que instintivamente sigo adhiriéndome fosiliza, al cabo, el supuesto milagro de la Navidad. Lo historifica y, al hacerlo, en cierto modo lo desactiva. En la ingenuidad o en la simple, infantil tosquedad con que son armados tantos belenes, en el sincretismo de sus piezas (¿qué hacen las figuritas de Messi y Ronaldo mezcladas con las de los pastores? ¿y esos playmobil?), en su disparatada distribución, cabe recobrar, así sea sepultada por capas y más capas de mal gusto, o de ignorancia, o de indigencia, o de rutina, o de qué sé yo, la desnuda intención genuina que en un tiempo acaso remoto gobernó la construcción de un belén sin intención artística alguna, más bien como un acto de magia que, sirviéndose de las piezas e ingredientes más a mano, invocaba y encarnaba y celebraba la Navidad, haciéndola narrativa y lúdicamente presente y rediviva en la propia casa.