El pasado 31 de diciembre se cumplía el primer centenario del nacimiento de José María Gironella. Lo recordaba Adolfo Sotelo Vázquez en un extenso artículo publicado en La Vanguardia. El artículo se titulaba, casi inevitablemente, “El mayor superventas de posguerra”, y recordaba la trayectoria de un escritor cuyo destino patético invita a toda suerte de melancólicas consideraciones acerca del éxito, la fama y la siempre dudosa posteridad.
Hace ya mucho dediqué una de estas columnas a Gironella. Lo hice en el marco de una pequeña serie sobre “los escritores perdidos”, como allí los llamaba. Recordaba en esa ocasión cómo, durante cerca de un año, Gironella y Bolaño, que habían de morir los dos en 2003, compartieron la misma página dominical del Diari de Girona, en el que ambos colaboraban como columnistas. “Un escritor aún emergente, en camino de convertirse en un astro internacional, y cuya gloria no ha cesado de crecer tras su prematura muerte, al lado de un escritor que asistió con perplejidad y amargura indecibles al eclipse casi total de su renombre; al silencio cada vez más profundo que rodeaba a sus libros; a su proscripción de todo censo, de todo recordatorio, de todo acto o sarao”. Recordaba también, en aquella columna, la agria réplica que motivó, por parte del Padre Muñoz (como lo llama Luis Magrinyà), el que yo mismo, en una reseña de La larga marcha, de Rafael Chirbes, comparara la estructura de esa novela con la empleada mucho antes por Gironella en su aclamada trilogía sobre la Guerra Civil.
Cómo explicar que la comparación no venía inspirada por ninguna intención denigratoria. No me importa repetir que, para bien y para mal, Gironella fue un autor muy importante en mi formación como lector. Durante mi prolongada adolescencia leí casi todo de él, incluidos sus amenos libros de viajes, de los que conservo un grato recuerdo, como lo conservo también -aunque ni se me ocurriría actualizarlo- de sus novelas, no mucho más rudimentarias, pero sin duda más honestas, en definitiva, que otras muchas que leí después.
El caso es que sigo pensando, sin dobleces, que, cualesquiera sean sus precedentes, el eficaz molde escogido por Gironella para armar su exitosísima trilogía sobre la Guerra Civil (molde afín, al cabo, al de la mayoría de los seriales televisivos) sigue rindiendo útiles servicios a cuantos novelistas emprenden el siempre plausible empeño de procurar un “fresco narrativo”, como suele decirse, de un determinado episodio o período histórico. Bien cerca tenemos el caso también exitosísimo de Patria, de Fernando Aramburu, novela de la que puede decirse que, a los efectos, y salvadas las distancias, constituye, respecto a un asunto tan vitriólico y traumático como el del terrorismo etarra, una propuesta de ilustración narrativa tan oportuna y pretendidamente ecuménica como la que, en los años cincuenta, entrañó Los cipreses creen en Dios.
Resulta aleccionador acudir a las hemerotecas y ver cómo fueron recibidos los libros de Gironella, la enorme reputación de que gozó. Aleccionador, digo, en varios sentidos, para tantos narradores que, como él, siguen acumulando el premio Nadal, y el Planeta, y hasta el Nacional, entre tantos otros que no han dejado de crearse desde entonces. Se aprende mucho, a veces, leyendo y rememorando a los “escritores perdidos”, insisto.
En cuanto a Gironella, puede que el mejor modo de recordarlo sea hacerlo a través de Miguel Delibes, quien, con su proverbial bonhomía, y su recto y fino juicio como lector, le dedicó uno de los “perfiles literarios” recogidos en España 1936-1950: muerte y resurrección de la novela (Destino, 2004). La confrontación de quienes, probablemente -dejando a un lado a Cela, que es caso aparte-, fueron los dos narradores más populares de la posguerra española, aunque de calidad y proyección tan diferentes, está llena de enseñanzas muy aprovechables. Como lo está el modo piadoso y cordial pero no exento de severidad en que Delibes evalúa la personalidad de quien fue su amigo y las reacciones de todo tipo que en su tiempo ocasionó el éxito de Los cipreses creen en Dios. Sus reservas hacia esta novela y sus continuaciones siguen teniendo hoy perfecta vigencia, y lo mejor es que cabe aplicarlas, sin apenas merma de sus alcances, a no pocas novelas de actualidad.