La perfecta idiotez se ignora a sí misma. ¿Un ejemplo? El título puesto por Kiko Amat a la primera entrega de su prometedora serie “Clásicos latosos”, en Babelia. Allá va: “¿Por qué estamos obligados a leer un tostón como Moby Dick?”.
Reparen, por de pronto, en la infantiloide perspectiva de quien se siente “obligado” a leer un libro, cualquiera que sea, como si se tratara de los deberes de clase. Y puesto que en términos de clase se piensa (de clase de infantes, quiero decir), la idea de que la obligación se nos impone a todos, niños y niñas, listos y tontos.
Luego, ya de partida, ese calificativo, “tostón”, tan informal, tan de niño travieso (la gorra de béisbol con la visera al revés) que en lo que está pensando es en salir por fin al patio a corretear e intercambiar los cromos que, pasados los años, ilustrarán con estética pop su memoria sentimental, nutrida de tiras cómicas, marcianitos, teleseries, comecocos y discos ochenteros.
Si el lector, intrigado por la “desafiante” pregunta, cede a la tentación de leer la respuesta que su autor propone, descubrirá que, lejos de tratarse de una broma más o menos provocadora, el artículo constituye un serio y esforzado intento, por parte de una inteligencia miope, de desmontar el crédito que a Moby Dick atribuyen “Wikipedia y mucha otra gente, en su mayoría profesores universitarios”. Ay, esos profesores...
Y es que, jo, la novela es muy gorda, y demasiado larga. No se entiende muy bien lo que quiere decir. Además, está llena de digresiones (o como se diga) y habla de un montón de cosas que no nos interesan. El capitán Ahab es un buen personaje, vale, pero Melville no lo deja expresarse, ¡no lo deja hablar! Y lo peor de todo: la maldita ballena blanca no sale hasta el final, con lo que la travesía del libro se hace aburridísima...
Este es el nivel de argumentación del artículo, más o menos, para que se hagan ustedes una idea.
Pero que un moderniki más o menos profesional haga ostentación e industria de su propia indigencia como lector no deja de ser excusable, o por lo menos comprensible. Lo alucinante en este caso viene a ser que la iniciativa de dedicar toda una serie a disuadir de la lectura de libros clásicos se ofrezca avalada y promovida por un suplemento cultural.
La conveniencia de incentivar y promover la lectura suele ser la razón con que suele justificarse, desde el entorno de los suplementos literarios, el escasísimo caudal de críticas negativas que éstos contienen, así como el evitamiento de toda polémica de cierto calado, como no sean las que excitan el morbo de los lectores, siempre por la vía del escándalo. Tanto más irritante resulta, siendo así, que se halague la cortedad y la molicie de los lectores más horizontales reafirmándolos en sus prejuicios más imbéciles.
“Kiko Amat hace un resumen de algunas de esas grandes obras de la literatura que seguro que ustedes no tienen intención de leer”, reza, con simpática complicidad, el sumario de la primera entrega de “Cásicos latosos”.
Con magnífica ironía, Luis Magrinyà replicaba en su cuenta de Twitter: “Fuentes fidedignas confirman que se han vuelto tan tan tan osados que los próximos clásicos latosos van a ser Corazón tan blanco, Sefarad y Bartleby y compañía”.
Tendría sin duda mucho más interés -y bastante más riesgo, por supuesto- que el celo iconoclasta de Kiko Amat se dirigiera hacia títulos como ésos. Pues no da la impresión de que, puestos a disuadir de la lectura de según qué libros frente a otros, sean obras como Moby Dick las que reclaman este servicio con más urgencia. O quizá sí, a la vista del número incesante de libros inanes que, desde las páginas del mismo suplemento, son calificados una semana tras otra con los adjetivos más superlativos.
“¿Conviene leer los clásicos? Más aún: ¿conviene leerlos hasta el final?” He aquí la gran pregunta con que, en su cuenta de Facebook, El País promocionaba la nueva sección de Kiko Amat.
Una de esas preguntas que retratan a quien las hace. Ya no digamos al alumno que, todo contento de sabérsela, levanta la mano para contestar.