Hace unas pocas semanas, esta revista dedicó su portada y páginas principales a un asunto -una pregunta más bien- de al parecer “rabiosa” actualidad: “Reescribir a los clásicos, ¿nueva vida o traición?”. El reportaje de Alberto Gordo sobre la cuestión la planteaba en términos que no daban lugar a mucha discusión, pues a nadie en sus cabales, cualquiera sea su gusto o su disgusto respecto a los resultados, le cabe plantear objeciones serias a la libertad de cada uno de reescribir, del mejor modo que se le ocurra, un texto clásico, ya no digamos si se trata de un mito o una leyenda. Faltaría más. Entre los pocos que, encuestados por Alberto Gordo para discurrir sobre el tema, decían algo de interés, destacaba Agustín Fernández Mallo, quien distinguía entre “actualizaciones” y “reinterpretaciones”, y se declaraba partidario de las segundas, en la medida en que las simples actualizaciones, ya se trate de versiones aligeradas o simplemente modernizadas en su léxico -como es el caso, respectivamente, de las adaptaciones del Quijote realizadas hace poco por Arturo Pérez-Reverte y Andrés Trapiello- pertenecen al ámbito de la divulgación más o menos condescendiente, y no propiamente al de la literatura, por lo que no poseen mucho interés. O sólo lo poseen si la cuestión se plantea en el terreno -en absoluto desdeñable- de la instrucción pública.
He empezado por decir que el asunto parece de “rabiosa” actualidad porque cuando escribo esto acaba de desatarse en Italia, con gran escandalera, una polémica provocada por el estreno, en el Teatro Maggio Musicale de Florencia, de una Carmen de Bizet a la que su director, Leo Muscato, al parecer por sugerencia del gerente de teatro, ha cambiado el final, haciendo que, en lugar de morir Carmen a manos de Don José, sea éste quien muera al defenderse Carmen de su agresión.
La polémica tiene en este caso dos filos, el uno mucho más cortante que el otro. En primer lugar, el relativo a la legitimidad no tanto de adaptar como de alterar sustancialmente el contenido de obras clásicas. A este respecto, me permito hacer una consideración que juzgo básica: la libertad de versionar o reinterpretar cualquier texto por parte de quien sea sólo limita con el derecho de lectores o espectadores a que no se les dé gato por liebre. Quiero decir que si yo voy al teatro a ver un montaje de -pongamos por caso- Macbeth, de William Shakespeare, exijo que el texto, por muy libremente que se adapte o interprete, respete, en lo sustancial al menos, el argumento y la estructura de la obra. Si no es así, si al adaptador le da por intercambiar personajes, desviar el argumento, cambiar el final, lo esperable sería que en el anuncio del montaje o lo que sea la autoría se deslindara convenientemente.
Esto es lo que hizo Fernández Mallo en su desdichado remake de El hacedor de Borges, que se presentaba como un libro del mismo Fernández Mallo. Otra cosa es que, estando vigentes los derechos de propiedad, tuviera que vérselas con el celo patrimonial de María Kodama.
Pero el filo más cortante de la polémica levantada por la adaptación de Carmen no es, ciertamente, el de la estafa que eventualmente puede suponer subvertir y falsificar impunemente las intenciones de Bizet, o de sus libretistas, o de Mérimée, por muy circunscritas que se estimen a una determinada mentalidad, a una cultura, a una etapa histórica, sino el de hacerlo al amparo de la ideología feminista, impugnando el machismo latente tanto de la obra misma, Carmen, como del mito a que dio lugar.
Es fácil imaginar los abusos y deslizamientos -por no decir los disparates- que alienta un argumento así. El golpe de efecto de Muscato y de los responsables del Teatro Maggio Musicale puede ser defendido y aplaudido por muchas razones. Pero en la medida en que se trata de eso: de un espectacular golpe de efecto, eficaz por su intrepidez. Defender la legitimidad de la iniciativa con criterios programáticos es otra cosa.
De momento, lean “Reformando la biblioteca”, la tronchante columna de Quim Monzó sobre la cuestión, publicada en La Vanguardia el pasado 10 de enero.
Seguiremos conversando.