Mientras escribía la columna de la semana pasada, en la que abundaba sobre la desvertebración de la cultura española, recibí de un amigo el enlace a una columna de la escritora y periodista Empar Moliner publicada recientemente en el diario Ara, uno de los órganos de expresión con que cuenta el independentismo catalán. En el tono belicoso y numantino con que se arroga a sí misma el papel de La-libertad-guiando-al-pueblo, muy à la Delacroix, Moliner escribe entre otras lindezas: “Sentimos que no somos parte. Y ellos también lo sienten, por eso hablan de ‘españolizar a los niños catalanes'… Pase lo que pase, los hechos son éstos: sentimos que no pertenecemos al mismo país que ellos, ni tenemos el mismo imaginario, ni las mismas costumbres, ni horarios, ni prensa, ni tele, ni maneras de expresar los sentimientos patrióticos o taurinos o religiosos. No somos parte…”.
La columna de Moliner se titula “Nosoltres, vosaltres, ‘ellos'” y no vale la pena entrar al trapo que ella misma enarbola como una bandera, siempre con cuidada pose à la Delacroix. Baste decir que la columna de marras, con todo su delirio, parece una ilustración ex profeso de cualquiera de los múltiples pasajes en que Rafael Sánchez Ferlosio impugna el “nefasto fetiche de la identidad”. Por ejemplo éste:
“Todo símbolo de identidad -el blasón, la bandera- tiene una función diferencial virtualmente antagónica, por lo tanto más que cualitativamente diferencial es distintiva, ya que convierte al diferente en simplemente otro. Absolutiza la diferencia en incompatibilidad […] El nefasto fetiche de la identidad, hoy en día imperante en todas partes, no es sino el espectral ectoplasma inevitablemente exhalado o emanado de las necesidades de autoafirmación antagonística a través de la cual las comunidades humanas, reducidas a un grado de indiferenciación cultural y de impotencia personal en la gestión de los negocios públicos cada vez más grande y más desesperado, buscan recompensarse de su nulidad social frente al poder en las satisfacciones sucedáneas de la superstición nacionalista […] No existe mera autoafirmación; lo que llamamos autoafirmación es mucho más negación de otro. Este es el fundamento de la inevitable conexión entre narcisismo y paranoia”.
Pero, como ya he dicho, no vale la pena entrar al trapo. Sí insistir, en cambio, en la naturaleza cultural antes que política de un desafecto tan pueril como el que expresa Moliner (“el Museo del Prado no es nuestro, como no es nuestro el Louvre”), y en la escasa sensibilidad demostrada por la clase política española, desde la muerte de Franco hasta la actualidad, respecto a un dato decisivo a la hora de explicar cómo hemos llegado hasta aquí: el modo tan profundo en que, durante cuatro décadas, el franquismo impregnó de tufo falangista y caspa no sólo los emblemas “nacionales” (el himno, la bandera, algunos monumentos, cierta imaginería religiosa), sino las manifestaciones de cierta cultura popular, empezando por los toros y continuando con el flamenco, las procesiones, el abanico, la peineta, pero también la jota, la zarzuela, el Cid, Dalí, Alfredo Landa, Raphael y un largo etcétera.
El mismo Ferlosio abjuró de su vieja afición taurina por desafecto a la muy detestable “españolez” que la pringaba. Por cierto que no está de más recordar aquí que la “antitaurina” Barcelona ha sido la única ciudad del mundo en la que llegaron a coexistir tres plazas de toros en activo (algunos documentan hasta cuatro).
¿Qué pasó? Pues que nadie se propuso remediar el mal hecho. Que nadie se tomó en serio las dimensiones del problema, pese a que ni siquiera la izquierda constitucionalista (la fiestera izquierda felipista) era capaz de sentir como propias las señas de esa “españolez” rojigualda con ritmo de pasodoble, compartiendo la visceral aprensión que hacia ella sentían las culturas relegadas y silenciadas por el franquismo.
La consecuencia de ello ha sido el disuasorio enquistamiento de la “españolez”, agravado por la tendencia centrífuga de las políticas culturales autonómicas y el cultivo de sus propios genotipos. Ha habido una negligencia colectiva a la hora de “desfranquistizar” sin contemplaciones y reconnotar de manera convincente y reparadora un patrimonio cultural endémicamente infectado en su fraseología y en su simbología. Y lo malo es que no parece que el daño sea ya subsanable.