Ella, Elisabeth, es una afamada reportera gráfica. Él, Trotta, es un hombre taciturno y desencantado, no exento de amargura.

Corren los primeros años setenta, en París.

Ella le cuenta a él que la prestigiosa revista para la que trabaja ha perdido en poco tiempo a tres fotógrafos y un reportero en Argelia, y a otro reportero en Suez.

Él dice: “Ya veo que esa guerra que fotografiáis para que otros la vean mientras desayunan también os golpea directamente. No sé, pero no soy capaz de llorar una sola lágrima por tus amigos. Quien se lanza al fuego con el fin de traer unas cuantas buenas fotos de la muerte de otros se expone él mismo a morir en tan deportiva ambición, qué tiene de especial, son gajes del oficio, nada más”.

Ella se queda atónita frente a estas palabras. Trata de explicarle a Trotta que ese trabajo es de los pocos que le parecen decentes entre cuantos cabe hacer en una época como ésta. Que la gente tiene que enterarse de lo que está pasando en esos lugares, y que las fotos que hacen esos hombres y mujeres sirven para “despertar” la conciencia de tantos indiferentes.

Él: “¿Ah sí, tienen esa obligación? ¿Y ellos desean hacerlo? Despiertos están quienes son capaces de imaginar lo que pasa por sí solos, sin vosotros. ¿Acaso crees que has de traerme fotos de cadáveres y pueblos destruidos para que me imagine cómo es la guerra, o que tengo que ver a esos niños de la India para saber lo que es el hambre? Qué prepotencia tan estúpida. Y el que no sabe hojea vuestras logradas imágenes sin más, ya sea como esteta o simplemente con cara de asco, aunque eso dependerá de la calidad de las fotografías. Cuántas veces no habrás hablado de lo importante que es la calidad, y ¿acaso no te envían a ti a todas partes porque tus fotografías son garantía de calidad?”.

El sarcasmo de Trotta es brutal, cruel casi. Y así lo acusa Elisabeth, noqueada.

La escena pertenece al relato Tres senderos hacia el lago (1972), de Ingeborg Bachmann, sobre la que les hablé en mi anterior columna. Fue publicado suelto por Siruela (2011) en traducción de Isabel García Adánez, y es muy bueno.

Decía que el sarcasmo de Trotta es brutal, pero sus argumentos no son cínicos, ni están faltos de razón, al menos en parte.

Los magazines dominicales de los grandes diarios suelen incluir entre sus páginas duros reportajes de realidades a menudo deprimentes o violentas. Y suelen ir acompañados de fotos muchas veces impactantes, también muchas veces excelentes. Los reportajes alternan con entrevistas a personajes de actualidad, reportajes de moda o de turismo, variopintas columnas de opinión, secciones de gastronomía, de interiorismo, de cosmética...

Lo mismo pasa con tantas revistas.

El World Press Photo de este año ha recaído sobre el fotógrafo venezolano Ronaldo Schemid, de la agencia France-Presse, por su espectacular foto de “un hombre envuelto en llamas durante las protestas antichavistas en Caracas”. La belleza de la imagen desactiva su eventual contenido político o de denuncia, del que sólo el pie de foto da noticia.

La dimensión estética del fotoperiodismo, tantas veces en la frontera del arte, invita a preguntarse si, lejos de contribuir a despertar conciencias, no ejerce involuntariamente un papel en definitiva anestesiante.

Si la eficacia del testimonio de una realidad inaceptable no le confiere casi inevitablemente una dimensión artística que contribuye en última instancia a desvirtuarlo.

¿Qué hacer?

Recuerdo las palabras finales de Juan Goytisolo en Campos de Níjar (1959), cuando, ante la satisfacción con que dos lugareños celebraban los atractivos que esa tierra tiene para los extranjeros, sentía deseos de decirles que “si éramos pobres, lo mejor que podíamos desear era ser también feos...”.

Pasolini sintió en carne propia las contradicciones anejas a todo intento de sustraerse a la glotona dinámica asimiladora, estetizante, de un público adicto a las emociones fuertes, al exotismo de la catástrofe y la desgracia. Da igual la honestidad y la radicalidad con que se proponga cualquiera romper la distraída mirada.

Puede entonces que sí, que despiertos estén únicamente quienes son capaces de imaginar lo que pasa por sí

solos.

Mala cosa.