El Cultural prepublicó, hace pocas semanas, una incitante selección de los textos recogidos en Correo literario, de Wislawa Szymborska (Nórdica, 2018). Este volumen impagable, eficacísimamente traducido y presentado por Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz, reúne una buena cantidad de las respuestas que, a lo largo de más de veinte años (décadas de los 60 y 70), y en nombre de la redacción del semanario polaco Zycie Literackie (‘Vida literaria'), escribió Szymborska para quienes sometían a la revista sus propias producciones (poemas, relatos, novelas, lo que fuera) con la más o menos fatua esperanza de darlas a la luz o, en el peor de los casos, recabar consejos y comentarios (presumiblemente elogiosos, cómo no). Si no lo hizo en su día, el lector puede acudir a la web de El Cultural para procurarse una idea del tono y el talante de estas respuestas.

El volumen de Nórdica se titula exactamente, como el original polaco, Correo literario o cómo llegar a ser (o no llegar a ser) escritor. Este título sugiere ya lo que el lector que se adentre en el libro no tardará en constatar: que las respuestas de Szymborska son, en su mayor parte, disuasorias. Emplean una ironía que se desliza frecuentemente al sarcasmo, y no renuncian a la crueldad, tanto más hiriente en cuanto se formula con educación impecable, de un modo que recuerda a veces a los maliciosos comentarios de Borges cuando escribía en El Hogar, cuando no las insolentes y perentorias provocaciones de Gombrowicz en su diario (que publicaba la revista polaca Kultura).

La lectura de Correo literario equivale a todo un máster de creación literaria, si es que tal cosa puede existir. Deberían leerlo, comentarlo y recomendarlo, casi obligatoriamente, cuantos se dedican a impartir talleres literarios. También cuantos aspiran a ejercer la crítica literaria (además de, por supuesto, cuantos la practican).

El libro incluye, a manera de preámbulo, el texto de una magnífica conversación de Szymborska con su amiga Teresa Walas, catedrática de Literatura polaca que tuvo la iniciativa de recuperar en el año 2000 este material. Con lucidez y agudeza admirables, pero sin asomo alguno de arrogancia, Szymborska sale al paso de los abiertos cuestionamientos que su amiga hace de su nada complaciente actitud respecto a quienes aspiraban a ser escritores o se consideraban ya como tales. No son pocos los prejuicios que Szymborska desdeña, empezando por el que recomienda la condescendencia hacia los debutantes, en particular los más jóvenes.

“¿Despiadada? Yo también empecé con poemas y relatos malos. Y sé que eso de que te echen un jarro de agua fría en la cabeza tiene efectos terapéuticos.”

Szymbrorska se muestra muy consciente de la naturaleza extraliteraria, extrartística, del impulso que mueve a tantos a escribir:

“Intenté más bien reconducir esa sobrexcitación escritora en otras direcciones. Por ejemplo, hacia la escritura de cartas, de un diario, de pequeñas rimas para las personas del círculo más cercano”.

Se trataba, en definitiva -y qué importante es tener esto presente-, de deshacer el automatismo que conduce a alguien que escribe a pensar que, por el hecho de escribir, tiene que publicar.

“El problema empieza cuando el autor de esas rimas ocasionales, correctas, oye que sus conocidos le dicen: ‘Es muy bueno, tío, tienes que publicarlo en algún sitio'”.

Pero ¿por qué? Aludí no hace mucho a lo que Mario Levrero observaba a este propósito entre sus alumnos de taller. Habría que reconsiderar y justipreciar la dimensión semiprivada, contextual, por así decirlo, de mucho de lo que se escribe.

Sólo en una cosa discrepo levemente de Szymborska. Me refiero al pasaje de la conversación en el que, refiriéndose al talento, se manifiesta persuadida de que “algunos lo tienen, y otros no lo tendrán nunca”.

Soy de la opinión de que, sobre todo cuando se trata de los más jóvenes, el talento abunda. De que lo que reconocemos como talento, en casi todos los campos, se traduce, en definitiva, en el talento para explotar el propio talento. Es ahí, en esa implementación exponencial, donde intervienen la exigencia y el principio de artisticidad. Y es ahí, precisamente, donde la resistencia que a la propia facilidad opone el crítico -o quien ocupe su lugar- encuentra toda su razón y su necesidad.