La semana pasada recordaba en este mismo lugar la determinación de Canetti de no pronunciarse sobre los acontecimientos históricos de que había sido testigo antes de tener la convicción de haberlos comprendido. A Canetti le parecía que hay múltiples modos de aproximarse a las cosas, todos legítimos; pero él reclamaba para sí “una forma muy lenta y seria de hacerlo”, que juzgaba la propia de los pensadores.
Por muy plausible que se nos antoje esta actitud, cabe preguntarse si es la que esperamos de nuestros intelectuales, esa variedad contemporánea de los viejos pensadores, hibridada en la actualidad con todo tipo de injertos (lo que motiva que la etiqueta se extienda a la más variada flora).
Se diría que sobre ellos, sobre nuestros intelectuales -cualquiera cosa que se entienda por esta palabra-, pesa la responsabilidad de procurar una reflexión cabal y meditada de los sucesos del presente, sí, pero también la de hacerla a tiempo, con la expectativa de que contribuya a orientarnos respecto a ellos.
En situaciones ya enrarecidas y muy polarizadas, como la de Cataluña, las intervenciones de quienes pasan por intelectuales rara vez se dejan oír en medio de la bulla. A muy pocos les interesa lo que puedan decir: lo que importa es, sobre todo, a qué bando se suscriben, y en qué medida contribuyen con ello a aumentar tanto el número como la credibilidad de ese bando.
Toda manifestación es traducida en términos contables. De ahí que no sean bienvenidas las matizaciones
A despecho de ello, la gravedad de los acontecimientos, y la calentura ambiental, ha promovido un insólito caudal de intervenciones, no pocas por parte de quienes son por naturaleza poco dados a intervenir y menos aún a pontificar. Es el caso de Eduardo Mendoza, que publicó meses atrás un librito titulado Qué está pasando en Cataluña (Seix Barral), con el que, a fuerza de sentido común, aspiraba a serenar unos ánimos que lo que menos desean, llegados aquí, es serenarse.
Estos días ha visto la luz un librito todavía más liviano que el de Mendoza, aunque escrito con voluntad bastante más arrojadiza. Su título es Paradojas del independentismo (Visor), y su autor, Francisco Rico, reúne en él algo más de media docena de artículos, casi todos publicados antes en la prensa. Tanto o más desapasionado que su amigo Mendoza, Rico, sin embargo, no se resiste (genio y figura hasta la sepultura) a ejercer la displicencia, confiando a un humor frívolo y juguetón, aficionado a detectar y deshacer esas paradojas a las que alude el título, la tarea de corregir la severidad -mucho antes que el enojo- que sus términos le despiertan.
Como muchas otras, las reflexiones tanto de Mendoza como de Rico se plantean, en cierto modo, au dessus de la mêlée. Novelista el uno, académico el otro, ninguno desciende a la arena del periodismo puro y duro, el que asume con más o menos conformidad su casi total ausencia de perspectiva. El que sí la asume -con absoluta radicalidad, por cierto- es Guillem Martínez, el más singular, atrevido y portentoso de los periodistas españoles. Martínez acaba de publicar, en la recién creada colección Contextos (que editan a la vez una renacida Lengua de Trapo y la revista digital CTXT), 57 días en Piolín, un volumen que recoge las crónicas sobre el ‘procés' que ha venido publicando desde septiembre de 2017 hasta hace escasas semanas. El seguimiento casi diario, por parte de Martínez, de los imprevisibles acontecimientos que han ido sucediéndose durante estos meses en Cataluña, teje un alucinante y aleccionador relato de los mismos, contado en tiempo real. Leídas en secuencia, estas espectaculares crónicas (espectaculares por la cantidad de recursos puestos en juego) configuran toda una épica de la comprensión, en las antípodas de la lentitud y de la seriedad por las que optaba Canetti. No hay que dejarse despistar por el estilo bastardo, urgente, crepitante, pop, desternillante de Martínez, de una creatividad increíble. Este estilo tiende a eclipsar un impresionante esfuerzo interpretativo, que se enfrenta valientemente al riesgo de meter la pata, de fracasar, incluso del ridículo, con tal de abrir paso, en la apretada maleza de los hechos, una vía para la inteligencia de la que carecen los hechos mismos.