Nuestra civilización universal
El título de esta columna es el de una conferencia que V.S. Naipaul dio el 30 de octubre de 1990. Fue en el marco de las conferencias anuales Walter B. Wriston sobre Políticas Públicas que desde 1988 patrocina el prestigioso Manhattan Institute. La conferencia de Naipaul se da como epílogo del volumen El escritor y su mundo, que por fin acaba de publicar Debate, y que reúne artículos y reportajes escritos por Naipaul en el transcurso de tres décadas, desde comienzos de los sesenta a comienzos de los noventa.
Hablamos de Naipaul, así que no hace falta añadir que el interés de las piezas reunidas, todas magistrales, queda muy por encima de lo corriente. Se incluyen aquí algunos reportajes ya casi míticos, como el de “Michel X y los asesinatos del Poder Negro en Trinidad” o el de “Argentina y el fantasma de Eva Perón”. En este último, Naipaul conversa con Borges. En otro reportaje lo hace con Norman Mailer, mientras cubre su campaña para alcaldía de Nueva York, en 1969. La India, África, Ámérica del Norte y del Sur: sobre el trasfondo de cuatro continentes se despliega aquí la mirada atenta de Naipaul, el más penetrante observador de nuestro mundo, el más atento, el más profundo. No sé cómo anda de salud el viejo cascarrabias, pero mientras Naipaul esté vivo no hace falta mirar atrás para hablar de literatura con letras mayúsculas, de literatura de primer orden, ceñida a los problemas de nuestro presente y capaz de iluminarlos y de trascenderlos.
Pero pretendía hablarles de la conferencia “Nuestra civilización universal”, que cierra el volumen que se publica ahora, editado en 2002 por el ensayista y novelista indio Panjak Mishra. El mismo Naipaul se siente impelido a justificar el pomposo título de su charla, cuyos filos polémicos no han cesado de agudizarse en todos estos años en que el concepto de “civilización universal”, tal y como él lo formula, tiende naturalmente a ampararse en el proceso que se conoce como “globalización”. Se diría que ese concepto se ha vuelto sospechoso, hoy más que hace un cuarto de siglo, de solidarizarse con las dinámicas expansivas del capitalismo, con el anglocentrismo de la cultura internacional, con el prestigio y el ascendente que siguen acaparando las viejas metrópolis. Son conocidas las reservas que tanto la figura como la obra de Naipaul despiertan entre los adalides del multiculturalismo y de los estudios poscoloniales, tan en boga. El ruido de tambores que estos producen con sus agresivas suspicacias acompañan bien la lectura de un texto que, sin pretenderlo, se ha vuelto “peligroso”.
Y sin embargo, nadie debería pasar por alto el modo tan honesto y apasionado con que Naipaul vincula su vocación de escritor a la existencia de esa “civilización universal”, que determinó la sensibilidad y el ambiente intelectual que la hizo posible en condiciones muy adversas. Conviene escucharlo cuando recuerda que “escribir es un acto privado, pero el libro publicado, cuando empieza a vivir, refleja la cooperación de una clase concreta de sociedad”. Importa, sobre todo, cuanto dice acerca de la cerrazón intelectual a que aboca el fundamentalismo, y resulta tentador trasladar sus agudas consideraciones al campo minado de los nacionalismos de todo pelaje.
Naipaul pone en juego una categoría audaz y vitriólica: la de “histeria filosófica”, con la que enfrenta la perplejidad que le produce el que ciertos grupos o sociedades se conformen “con disfrutar de los frutos del progreso mientras aparentan detestar las condiciones que lo favorecen”. Y concluye con un vibrante reconocimiento de “la belleza que encierra la idea de la búsqueda de la felicidad”, una idea ”central en la atracción que ejerce la civilización sobre muchas personas situadas fuera de ella o en la periferia”, una idea que conlleva “cierto tipo de sociedad, cierto tipo de despertar intelectual”.
Por momentos, uno se dice que la conferencia de Naipaul podría haberla dictado Vargas Llosa. Hay sin duda, en su actitud, una tácita connivencia con un statu quo que no deja de resultar, a pesar de cuanto dice, cuestionable. Pero es Naipaul quien habla, con su bien labrada autoridad, construida en solitario a fuerza de paciencia, lucidez y conocimiento. Y como decía Coetzee: “Cuando Naipaul habla, nosotros escuchamos”.