Un año más, aprovechándome de la inminencia de las vacaciones, echo mano del recurso tan socorrido de recomendarles alguna lectura particularmente idónea para el verano.
Como lector, ya saben, me declaro siempre muy obediente al ciclo de las estaciones, como lo soy también a las latitudes geográficas. Si viajo a Italia, pongamos por caso, ni se me ocurre llevarme para leer una novela ambientada en la campiña inglesa. Por la misma regla de tres, cuando llega el verano, descarto de mi horizonte de lecturas las novelas urbanas e invernales, con calles nevadas y personajes abrigadísimos. Ya sé que es una memez, pero qué quieren: mi imaginación es muy susceptible y contaminante, y se pega a cualquier cosa.
El año pasado les hablé con justificada simpatía de En peligro (1938), la segunda novela de mi querido Richard Hughes, no tan extraordinaria como la primera, Huracán en Jamaica (1929), pero también muy, muy recomendable, y divertidísima. Hoy vengo a hablarles de una novela también divertidísima, y también magistral. Que, como las dos que llevo citadas, transcurre enteramente en alta mar, en buena parte dentro de un barco. Y que, como ellas dos, envuelve en aires de aventura y de comedia una reflexión profunda, grave pero bienhumorada, de naturaleza filosófica.
Me refiero a El caballero que cayó al mar (1937), de Herbert Clyde Lewis. Su editor en castellano, Luis Chitarroni, fue quien, a través de un artículo, me puso en la pista de esta novelita insólita, que se devora en un pispás, y que lo deja a uno con dos palmos de narices.
Hoy vengo a habarles de una novela magistral que envuelve en aires de aventura y de comedia una reflexión profunda, de naturaleza filosófica
H.C. Lewis (1909-1950), norteamericano de ascendencia rusa, malvivía como periodista cuando el relativo éxito de esta novela, la primera de las cuatro que alcanzó a escribir, le procuró una cierta notoriedad y lo llevó a Hollywood, donde prosperó como guionista. Creo que en castellano no hay publicado nada más de él. Sólo Chitarroni, lector de una voracidad verdaderamente increíble -que le permite, como editor, pescar en caladeros casi vírgenes para los lectores de habla hispana, de donde se trae piezas asombrosas, pues se trata de un lector, además, refinado y exigente-, sólo Chitarroni, digo, podía servirnos algo así. La Bestia Equilátera (Buenos Aires), el sello que dirige, es un auténtico surtidor de maravillas, presentadas además con diseños tan originales como atractivos. No es fácil dar con sus títulos en las librerías españolas, pero en los tiempos que corren no puede ser demasiado complicado agenciárselos, digo yo.
Henry Preston Standish es un hombre de 35 años, fuerte y muy cuidadoso de su cuerpo, acaudalado, casado con una hermosa mujer y padre de dos niños. De carácter conservador, pasa por ser un tipo más bien aburrido. Hace pocos meses pasó por una crisis existencial que lo impulsó a emprender él solo un viaje de placer, en busca de sí mismo. Ahora regresa a casa desde Honolulú, a bordo del Arabella. La desconexión de su entorno y el aire del mar han hecho maravillas en su persona, y justamente esa mañana se dice que “nunca en su vida se había sentido mejor”. Pero un desafortunado tropezón motiva su caída al agua, muy a primera hora de la mañana, cuando casi todos duermen y nadie oye sus gritos de socorro. El barco se aleja, y Henry, buen nadador, trata de afrontar serenamente la calamidad y se arma de paciencia, a la espera de ser rescatado. Pero el barco se sigue alejando, el sol sube, y Henry, resistiéndose a la desesperación, tendrá tiempo de sobra para recapitular su vida y buscar un sentido a lo que le ocurre. Entretanto, los tripulantes y pasajeros de Anabella despiertan, y el narrador da cuenta de cómo la tenue ausencia de Henry se abre paso lentamente en sus conciencias.
Una vez más, la omnisciencia se revela como una técnica casi vanguardista, capaz de sacar el máximo partido a una situación de extrema sencillez que, gracias a la libertad de movimientos del narrador, activa múltiples posibilidades narrativas. Estas, cruzando sus trayectorias, sobrevuelan una especie de épica de la banalidad cuya cifra exacta es la cabeza del bueno de Henry sosteniéndose a flote en medio del círculo perfecto de un mar plácido, tropical, terroríficamente indiferente.