Cero grados
No sé bien si es un chiste o tiene una base real. A mí me lo contó, hace ya mucho, Morgana Rodríguez, capaz de inventarse cualquier cosa, como de reírse de cualquier cosa. Ella atribuía la anécdota, creo recordar, a un personaje de la farándula chilena, una de esas famosas que son famosas porque se han vuelto famosas. Fuera quien fuera, acababa de regresar de unas vacaciones en el Caribe y había acudido a un programa de televisión para ser entrevistada. Obviamente, la entrevistadora le preguntó por sus vacaciones, cómo no maravillosas, y entre las preguntas que le hizo había una sobre cómo era allí el agua del mar, a qué temperatura estaba. A lo que la famosa habría respondido:
-¡Deliciosa! Cero grados: ni frío ni calor.
No sé por qué, esta tontería me hizo en su momento mucha gracia. Y sigue haciéndomela, cada vez que la recuerdo. De hecho me está haciendo reír ahora mismo, mientras la escribo. Hay en la respuesta una lógica patosa tan estúpida como comprensible, y casi conmovedora en su pedantería.
Pues estamos acostumbrados a que el cero sea el valor numérico neutro, por encima y por debajo del cual las cosas que medimos cuentan positiva o negativamente, en un sentido o en otro. Si el agua del mar -o de la bañera- está a la temperatura que estimamos ideal, ni caliente ni fría, ¿por qué no atribuir a esa temperatura, cualquiera que sea, el valor cero, y graduar la sensación térmica de frío o de calor en función de ella?
Se me objetará, con razón, que la temperatura que cada uno estima como ideal varía muy sensiblemente. Que la sensación térmica es siempre relativa. Que depende, entre otras cosas, de las condiciones ambientales. Que a esa señora -por seguir con nuestra famosa, que acaso tuviera el termostato corporal descontrolado- bien puede parecerle ideal una temperatura del agua que a otros se nos antojaría repugnantemente tibia. O gélida.
Se viene rebajando de modo cada vez más galopante el grado a partir del cual un libro es juzgado como bueno, incluso excelente
Pero imaginemos que nuestra famosa, precisamente por serlo, se estima que es representativa de lo que una amplia mayoría opina acerca de cuál sería la temperatura ideal del agua. Imaginemos que esa temperatura, cualquiera que fuera, termina por convertirse, de manera más o menos tácita, y con abstracción de consideraciones más sesudas, en el valor referencial para pronunciarse acerca de si el agua está fría o caliente. Ya puestos, imaginemos más: imaginemos que a esa temperatura se le atribuye, en efecto, siquiera sea solamente para graduar la temperatura del agua en que nos disponemos a sumergirnos, el valor cero.
Tranquilícense, no me he vuelto loco. Es que de pronto me ha dado por pensar que algo parecido a esto es lo que viene ocurriendo de un tiempo a esta parte, quizás desde hace mucho, con los criterios de evaluación artística, con el sistema entero de valores en atención a los cuales este o aquel libro, pongamos por caso, obtienen un marchamo de excelencia.
Se diría -por seguir en el terreno del libro, y por continuar con el peregrino símil, válido sin duda para otros ámbitos- que se viene rebajando de modo cada vez más galopante el grado a partir del cual un libro es juzgado como bueno, incluso excelente. Unos y otros aplauden sonadamente títulos que no hace tanto se hubiera estimado que no están a la altura de lo exigible, y el consenso en torno a esos títulos termina siendo tan unánime que se traduce, por acumulación (pues el fenómeno no deja de repetirse), en una regraduación más o menos implícita de toda la escala de valoración.
Así vendría ocurriendo con la entusiasta anuencia de la crítica y de prácticamente todos los agentes mediadores de la opinión pública, empezando por los propios escritores.
Ya no se trata sólo de la “degradación” de la literatura de consumo ni de la cada vez más descarada intromisión de ésta en la literatura de calité, por así llamarla. Se trata de lo que se entiende por un gran libro, por literatura con mayúsculas.
Que el libro del año 2017 sea Patria. Que el del 2018 sea Ordesa.
Para entendernos.
Es como si en el planeta literario hiciese cada vez más frío.
O más calor, qué sé yo.