En más de una ocasión he dicho, refiriéndome a la obra de Eduardo Mendoza, incluso a su figura misma, que tiene efectos reparadores en el conjunto de la narrativa y hasta de la cultura española. Quiero dar a entender así que, no sólo mediante el humor, sino también por virtud de una muy saludable manera de asumir “el grotesco papelón del literato” (por emplear aquí la feliz fórmula acuñada por Ferlosio), Mendoza llega siempre para corregir la tendencia a la solemnidad, a la fatuidad, al sentimentalismo barato, a las modas fraseológicas, a la inflamación retórica, a la memez, en definitiva, a que son tan propensos buena parte de sus colegas.
De un tiempo a esta parte, el eje de los debates sobre la narrativa contemporánea lo determinan dos conceptos casi siempre mal fundados y peor empleados: el de no-ficción y el de autoficción. Sobre este último, la catarata de majaderías, malentendidos y obviedades parece inagotable. Lo peor es cuando se confunden impunemente categorías que pertenecen a órdenes distintos, todos extraliterarios, como las de pudor, sinceridad, autenticidad y verdad.
El género de la novela alcanzó su mediodía con un autor, Flaubert, que declaró soberbiamente a propósito de la protagonista de la más célebre de sus novelas: “Madame Bovary c'est moi”. Parece mentira que, más de siglo y medio después, algunos escritores, por lo común novelistas, se exciten tanto con la sola idea de emplear el yo, y piensen que a estas alturas pueda ser objeto de escándalo y admiración su striptease y ostentación desnuda. ¿Tampoco se acuerdan de Stendhal?
A Mendoza le ha preocupado siempre explorar la distancia histórica a partir de la cual puede un novelista representar una época
Importa saber que en el origen de El rey recibe (Seix Barral), la última novela de Mendoza, se halla el encargo de escribir unas memorias. “No quería escribir novela. Me propusieron escribir unas memorias y así empecé”, declaraba el autor en una entrevista. Al poco de empezado, sin embargo, aquello derivó fatalmente en novela. Y el resultado, todavía parcial (pues se trata de la primera entrega de una trilogía, no se olvide), es un libro realmente oxigenante en estos tiempos en que las imposturas autográficas, por un lado, y las satisfechas exhibiciones de impudor, por otro, parecían haber asfixiado la simple posibilidad de hacer eso que Mendoza hace con toda naturalidad: imbricar su propia experiencia biográfica en una trama más o menos ficticia que le permite reconstruir con libertad el pasado reciente poniendo en juego su memoria sentimental de la época y las propias ideas que se hacía de ella, algo que mal podría llevar nadie a término sin dejar profundas marcas de sí mismo.
A Mendoza le ha preocupado siempre explorar la distancia histórica a partir de la cual puede un novelista representar una época con un mínimo de decoro y de ecuanimidad. No hay que olvidar el relativo tropiezo que, en ese empeño, supuso la novela Mauricio o las elecciones primarias, de 2006, también ambientada en los años de la Transición, y que, como ahora El rey recibe, se presentó como primera entrega de un proyecto que iba a tener continuidad. La nueva novela se aprovecha de las enseñanzas que Mendoza arrancó de aquel fracaso (insisto que relativo). Y lo hace sirviéndose del molde autobiográfico, que le permite liberarse de prisiones argumentales y acompasar el relato a la deriva imprevisible de los acontecimientos, tanto de orden personal como de naturaleza histórica.
En el centro de El rey recibe está el asombro tan común de haber sido partícipe de la Historia sin tener conciencia de ello, o sólo cobrándola mucho más tarde, con pasmo y acaso arrepentimiento. Se trata, al cabo, de la misma perplejidad con que Fabrizio del Dongo, en La cartuja de Parma, se entera de que ha combatido en la batalla de Waterloo. La Historia está en otra parte, siempre en otra parte, podría decirse, parafraseando la frase de Rimbaud.
Y ay cuando no es así, añado yo por mi parte. Pues buena parte de los males que afligen el presente derivan de lo que -parafraseando ahora a Naipaul- cabría denominar, algo cacofónicamente, “la histeria histórica”: esas hordas de ciudadanos acudiendo masivamente, bien provistos de enseñas y de smartphones con que documentar la ocasión, a toda convocatoria precocinada de lo que se anuncia ya como acontecimiento histórico.