A nadie puede sorprender, a estas alturas, que de las ventanas y balconadas de muchas viviendas de Cataluña cuelguen esteladas (ya saben, la bandera que han hecho suya los independentistas catalanes, la de las cuatro barras y la estrellita). Lo que sí causa sorpresa es el número de banderas españolas que, en según qué zonas de la península, cuelgan a su vez de tantos balcones y ventanas, a veces en número alarmante. Al fin y al cabo, si vive uno en Barcelona, pongamos por caso, colgar de la ventana una estelada -ya no digamos una bandera española- constituye un acto más o menos reivindicativo, con cierto contenido polémico. Pero ¿y en Jerez de la Frontera, o en Santander, o en el barrio de Serrano de Madrid? ¿Frente a quién proclama esa gente su españolidad? ¿De verdad les parece necesario?
Pero estábamos en Cataluña, y en la trapería que lucen tantos de sus edificios. Verán, lo de la estelada hace ya tiempo que para muchos va quedando corto. El surtido de enseñas, emblemas y eslóganes que abarrotan hoy tantas ventanas y balcones catalanes es extensísimo, y de lo más abigarrado. Días atrás, de la barandilla de un apartado chalet del Maresme, comarca cercana a Barcelona, contabilicé -créanme- nada menos que nueve símbolos y pancartas, uno al lado del otro. Los enumero: una estelada, dos grandes lazos amarillos -uno en cada extremo-, dos carteles con un “Sí” (uno morado y otro verde), otro con la palabra “Democràcia” y otro más con la palabra “Llibertat”, a secas; además, uno que reclamaba “Llibertad presos polítics!”, y aún otro que ponía “Fem República”.
Pero la cosa no queda aquí. Los lemas reivindicativos son incontables. Y los hay de todos los colores, dicho sea en el más estricto sentido. He visto balcones con cuatro o cinco carteles en secuencia, todos con un “Sí”, pero cada uno de un color distinto. Quedan muy bonitos.
¿Qué le pasa a toda esta gente?
La cultura popular, es sabido, tiende espontáneamente al barroquismo, del mismo modo que la lengua vulgar tiende a la redundancia y a los pleonasmos. Quien pone mucho ahínco en expresarse, o en manifestarse, fácilmente incurre en la repetición, en la exuberancia, también en los ripios. La mala literatura está repleta de ellos. Y el mal arte. Nunca es suficiente.
Afirmar la propia catalanidad es casi como suscribir al mismo tiempo la Carta de las Naciones Unidas y la Carta del Gran Jefe Seattle
Conviene, sin embargo, no simplificar las cosas. La potencia del soberanismo catalán radica, en buena medida, o así me lo parece, en la capacidad que viene mostrando -y que le vienen brindando, también- para extender y diversificar sus reclamaciones, que en la actualidad desbordan ampliamente el marco de la reivindicación nacionalista. Ya no se trata solamente de la independencia de Cataluña. Se trata de la democracia, de la libertad, de la lucha contra el fascismo, por la república, de la dignidad, de la fraternidad, de la igualdad y de tantas otras consignas arrebatadoras con las que la propia identidad se despliega del modo más variado y satisfactorio.
Y es que han conseguido hacer del nacionalismo un humanismo. Personas que han votado durante décadas a partidos de derechas se solidarizan tan campantes con partisanos anticapitalistas en nombre de un impreciso ideario que es a la vez particular y ecuménico, y cuyo programa político suena tan plausible e inocuo como el lema de la Revolución francesa.
La bulimia identitaria que padece una buena parte de la ciudadanía catalana es consecuencia de una irresistible dilatación del modelo de identidad puesto en juego. Afirmar la propia catalanidad es casi como suscribir al mismo tiempo la Carta de las Naciones y la Carta del Gran Jefe Seattle. No hay error posible: ya no se trata de luchar por una nación, sino por la civilización misma.
No es extraño, así, que incluso paseándose uno por los más remotos parajes, por los callejones más recónditos, asomándose a patios prácticamente inaccesibles, en ángulos ciegos, desde perspectivas improbables, descubra contumaces despliegues de banderas y pancartas que ya no tienen por objeto manifestar frente al adversario, ni siquiera frente al vecino, una discordia o una complicidad, sino que se limitan a abastecer narcisísticamente la propia conciencia, la propia imagen de sí mismo, embellecida por las más vibrantes palabras, por los colores más radiantes.