Comienzo a escribir esta columna en vísperas de la muy previsible avalancha, en suplementos y revistas culturales, de las consabidas recomendaciones de literatura y libros para niños, con vistas a las compras y regalos navideños. La prensa cultural, ya se sabe, se atiene estrictamente, año tras año, a una agenda perfectamente prescrita, lo que tiene por efecto que a uno, con la edad y el consiguiente estrechamiento de su experiencia del tiempo, le dé la impresión de estar viviendo poco menos que el Día de la Marmota, pues de año en año los contenidos parecen repetirse casi literalmente.

A propósito de las lecturas infantiles, me viene a la mente un pasaje de la estupenda biografía de Miguel de Unamuno (Taurus, 2012) escrita por Jon Juaristi, que leí con fruición y provecho el pasado verano. Tratando sobre la infancia de Unamuno, dice Juaristi que no parece que sacara mucho partido, en sus primeros años, de la biblioteca paterna, dado que apenas menciona en sus memorias unos pocos títulos de la misma. “El inventario no revela un caso de desmesurada afición infantil a la lectura, ni Unamuno se jacta de tal cosa”, observa Juaristi, quien poco antes ha tachado de “raquítico” el caudal de lecturas infantiles del escritor. Algo, añade, que “se comprende porque en España apenas existió antes de la Restauración una literatura específica para niños”.

En tiempos de Unamuno, la alternativa a la lectura era la calle, el barrio. En la actualidad, viene a ser algo parecido a permanecer en el cuarto leyendo, pero sustancialmente distinto

“Las condiciones de la época -sigue diciendo Juaristi- no favorecían la figura del niño lector, que sólo emergerá en los años de la Restauración y, sobre todo, en la burguesía finisecular bilbaína, por la influencia de la cultura del hogar inglesa, que supone la introducción de nurseries y de cuartos de juegos para los niños, con sus estantes para libros. El pequeño Miguel vivió en una situación bastante más precaria, donde al chico que se encerraba en su cuarto para leer se le miraba con prevención, como candidato al vicio solitario, al nefando, a la tisis o a los tres estigmas a la vez. Unamuno nació como lector -como gran lector- en su adolescencia”.

Dejemos a un lado, de momento, al ríspido Unamuno y centrémonos en esta idea del niño lector como “producto” relativamente tardío de la cultura burguesa. Ya ven ustedes: al final va a resultar que los ingleses no sólo inventaron la Navidad, sino también la literatura para niños y, por poco que uno se ponga a pensar, incluso la infancia misma, o al menos cierta representación de la infancia -cierta puesta en escena, más bien- que ha mantenido su vigencia hasta hace bien poco.

Digo los ingleses pero pienso en particular en Dickens. Y luego en James Matthew Barrie, el creador de Peter Pan. Y en...

Ahora bien, ¿qué va quedando de todo esto? ¿Qué de la cultura del hogar inglesa? ¿No estaremos volviendo poco a poco a esos tiempos anteriores a la Restauración?

Un niño que en la actualidad se cierre en su cuarto para leer... ¿de qué no se hará sospechoso?

Claro que, lean o no, los niños permanecen de todas formas encerrados en su cuarto, entretenidos ahora con su smartphone, o con su tablet, o con su consola, o con su playstation, o con su televisión, o con lo que sea, menos con un libro.

En tiempos de Unamuno, la alternativa a la lectura era la calle, el barrio, la relación más o menos bulliciosa y asilvestrada con otros niños, bajo el control más o menos estricto de los padres o más bien de los preceptores, o los criados, o las niñeras.

En la actualidad, sin embargo, viene a ser algo bastante parecido, exteriormente, a permanecer en el cuarto leyendo. Y, sin embargo, sustancialmente distinto, en cuanto relega los siempre deseables impulsos de pertenencia y sociabilidad.

Puede que algunos padres todavía se envanezcan de la afición a la lectura de su hijo. Pero sospecho que irán siendo cada vez más aquellos a los que tranquilice que les haya salido un niño normal, que se pasa el rato mirando la pantalla, cualquier pantalla, por mucho que haya que vigilar que no vea o que no juegue con según qué cosas.

O mucho me equivoco, o a la literatura para niños le quedan dos recreos. Así que aprovechen.