Me formé como editor durante los ochenta, en plena resaca del boom de la narrativa latinoamericana (que se correspondió con la pleamar de la llamada “nueva narrativa española”, aupada a los furores ombliguistas de aquellos años). La llegada a las editoriales de cualquier manuscrito procedente de Latinoamérica era recibida con aprensión e impaciencia, tanto más si acreditaba un grado de complejidad estructural, argumental e idiomática superior a la media española, lo cual no era difícil. Por esos años era común imponer a los nuevos escritores latinoamericanos que conseguían ser publicados en España el famoso rodillo estilístico que aplanaba localismos y colorismos de toda especie. Recuerdo a Carmen Balcells haciendo retirar de librerías una novela de Rodrigo Rey Rosa que, para escándalo de éste, había sido convenientemente “españolizada”, sin previo aviso. Pero era Carmen Balcells. Lo más frecuente era que nadie rechistara. Hasta muy entrados los noventa no empezaron a cambiar las cosas. Y aún.
En la actualidad, se va con mucho más cuidado. Los nuevos tráficos literarios entre las dos orillas obvian las actitudes prepotentes de antaño por parte de la metrópoli editorial. Así y todo, no cabe duda de que, para su circulación internacional, no conviene a un escritor hacer un empleo demasiado local de su lengua. Sería exagerado pretender que los autores que alcanzan visibilidad fuera de sus fronteras cultiven eso que se ha dado en llamar un “español neutro”. Pero no cabe duda de que la mayor parte de la literatura que se produce en castellano emplea una lengua todavía muy alejada del habla de los distintos países de los que surge. De que el español literario, proceda de donde proceda, es una especie de koiné que sólo muy pálidamente refleja las múltiples variedades, a veces muy acusadas, de las hablas locales.
Recuerdo a Carmen Balcells haciendo retirar de librerías una novela de Rodrigo Rey Rosa que había sido convenientemente "españolizada" sin previo aviso. Pero era Carmen Balcells. Lo frecuente era que nadie rechistara
El problema se remonta a muy atrás, a eso a lo que aludía Ángel Rama cuando hablaba de “la diglosia característica de la sociedad latinoamericana”, en la que al habla popular y cotidiana se superpuso durante siglos una lengua pública y de aparato, con todas las implicaciones políticas que ello conlleva. Esta diglosia, aunque suavizada, persiste todavía, y es muy reconocible en el campo literario, donde la lengua empleada sigue estando muy alejada aún de ese habla popular y cotidiana.
El fenómeno no es, ni mucho menos, específico de Latinoamérica, si bien se revela en ella de forma particularmente acusada. La penetración de la lengua literaria por el habla común ha venido siendo, ya desde el siglo XIX, uno de los objetivos principales de la modernidad más progresista, perseguido también por determinadas vanguardias, como se hace muy patente en el campo de la poesía (donde la tendencia dio lugar al surgimiento de la llamada antipoesía), tanto en el ámbito de la lengua española como de la anglosajona y otras.
Hago estas reflexiones al hilo de la interesante polémica desatada a propósito de los subtitulados de la película Roma, de Alfonso Cuarón, polémica que he seguido sobre todo a través del amplio tratamiento -un pelín farisaico- que viene haciendo de la misma el diario El País. Hasta donde sé, la polémica ha dejado de lado una cuestión fundamental, casi siempre obviada: la presencia importantísima que en Latinoamérica siguen teniendo las lenguas indígenas (como bien refleja Roma). Todavía hay quienes piensan el continente americano como una unidad lingüística, cuando contiene un auténtico puzzle idiomático que explica, entre otras cosas, las variedades cada vez más contrastadas del español que se habla en los distintos países del continente.
A partir de determinados niveles de intimidad con la lengua hablada, la literatura que se escribe en español deja de ser exportable más allá de los límites de la región a la que pertenece. De la literatura latinoamericana sólo circula internacionalmente la que previamente ha sido “traducida” a una lengua escrituraria suficientemente abstraída de las particularidades del habla regional. Por supuesto que, a determinada escala, así ocurre con todas las lenguas, pero en el español de América esa brecha es mucho más grande y profunda que en otras, hasta el punto de que hay capas enteras del idioma que apenas asoman a la luz, como tampoco asoman las lenguas indígenas.
Pero denme una semana y volveré sobre el asunto.