El pasado mes de octubre esta revista publicó una larga conversación entre Claudio López Lamadrid y yo mismo. Claudio y yo éramos viejos amigos, pero nuestra amistad no fue el tema de la conversación, sino más bien nuestra trayectoria en el mundo editorial, que se orientó por sendas cada vez más divergentes, aunque en cierto modo complementarias.
Fui testigo muy directo y en algunos aspectos cómplice del desarrollo de Claudio como editor. Las circunstancias por las que los dos abandonamos en su día la editorial Tusquets frustraron las muy razonables expectativas -demasiado remotas, para alguien tan impaciente y a la vez clarividente- de que Claudio terminara dirigiendo aquel sello, que capitaneaba con éxito Beatriz de Moura. Retrospectivamente, eso supuso un beneficio para muchos, y no sólo para Claudio. Su incorporación, a mediados de los noventa, al grupo Grijalbo-Mondadori, en el que -surfeando escisiones y fusiones- desempeñó funciones directivas hasta su fallecimiento, le permitió desplegar su talento de un modo que difícilmente le hubieran consentido las limitaciones de una editorial mediana.
La gran apuesta de Claudio como editor fue la América Latina. Su posición privilegiada en un gran grupo editorial le permitió concebir proyectos extraordinariamente ambiciosos
Más allá de su buen gusto literario, de sus poderes de seducción y de la confianza que irradiaba a sus autores, Claudio se caracterizaba por una genuina inquietud que lo movía a ensayar fórmulas nuevas con las que dilatar su campo de actuación y, a la vez, capear el gran reto que le correspondió como editor: hacer frente a las profundas e irreversibles transformaciones que la industria editorial viene viviendo desde los noventa hasta la actualidad. En este marco, discurrió planteamientos pioneros, como lo fue en su día la colección -en la actualidad sello- Reservoir Books, y apostó -en alianza con Constantino Bértolo- por un experimento tan insólito y radical como fue y sigue siendo Caballo de Troya, que pone de relieve la inconformidad de Claudio con los patrones convencionales de la industria para la que trabajaba, su capacidad de riesgo y -desde una perspectiva, por así decirlo, ideológica- de ironía. Al mismo tiempo, Claudio observaba con curiosidad y simpatía, sin ninguna clase de aspaviento apocalíptico, las perspectivas que abría la era digital, firmemente resuelto a sintonizar, antes que resistirse, con los nuevos comportamientos, que exploró con espíritu a la vez lúdico y prospectivo.
Pero la gran apuesta de Claudio como editor fue, sin duda, la América Latina. En este terreno es en el que su posición privilegiada en el marco de un gran grupo editorial le permitió concebir proyectos extraordinariamente ambiciosos, casi visionarios, que si por un lado constituyen el pilar más sólido y duradero de su legado como editor, por otro no dejaron de procurarle decepciones a veces amargas, por mucho que él mismo fuera poco dado al desaliento.
La construcción de un mercado global en lengua española en el que los libros circularan con creciente facilidad, promoviendo conexiones fertilizadoras de las distintas literaturas nacionales y ampliando, para una capa cada vez más amplia de escritores, la masa de sus lectores, chocó no tanto con las propias estructuras empresariales, que él se esforzó en renovar y adaptar a su proyecto, como con unas inercias culturales que se mueven casi irremediablemente en direcciones cada vez más divergentes, conforme a una dinámica muy semejante a la que en mis dos columnas anteriores he tratado de dibujar respecto a la lengua.
En el tramo final de la conversación a la que he empezado aludiendo, Claudio describía con resignada lucidez la situación. La utopía americana, aquella que desde los tiempos de la Conquista contempla el continente como una potencial comunidad cultural y económica, topa una y otra vez -salvo excepciones contadas- con el desinterés que el público de cada país siente por las producciones de los otros. El problema es de muy compleja naturaleza. Claudio sólo consiguió atenuar, pero no anular, las tendencias autárquicas de los editores de cada país, necesariamente atentos a los interesas y perspectivas de su propio mercado. Y no estuvo en su mano corregir la ausencia de agentes culturales (críticos, creadores, comunicadores) capaces de establecer puentes eficaces entre las distintas culturas nacionales, como tampoco pudo beneficiarse de perspectivas de conjunto, integradoras, articuladas, capaces de levantar un mapa real de esas mismas culturas, un mapa en el que todas ellas aprendieran a contemplarse y contextualizarse.