Hace ahora veinte años, el 8 de febrero de 1999, fallecía la filósofa y narradora irlandesa Iris Murdoch, víctima del Alzheimer. El próximo 15 de julio se cumplirán los cien años de su nacimiento en Dublín. La celebración del centenario parece haber activado las ediciones y reediciones de esta autora, muy popular en su día, y que en los últimos años viene siendo poco a poco recuperada.
Primero Lumen, y luego Impedimenta, llevan publicadas, en los últimos años, hasta nueve novelas de Murdoch. Pero el número total de las que escribió asciende a 26. Buena parte de ellas fueron traducidas al castellano en los años 80 y 90, en ediciones hoy inencontrables (como no sea en librerías de viejo); pero aún quedan unas cuantas que nunca han sido traducidas, más de media docena, entre ellas alguna tan destacable como The Message to the Planet, de 1989, uno de cuyos personajes es un trasunto bien reconocible de Elias Canetti, con quien Murdoch, como es sabido, mantuvo una larga liaison.
Entretanto, Siruela, que ya había recuperado en 2016 El fuego y el sol, precioso ensayo de 1977 en que Murdoch reflexiona sobre las razones que movieron a Platón a desterrar a los artistas de su imaginaria República, publicó el año pasado La salvación por las palabras, volumen que reúne varios ensayos sobre filosofía y literatura. Y estos días sale a la luz, en Taurus, La soberanía del bien, ensayo aparecido en inglés en 1970, editado en español por primera vez en 2001, y que ha vuelto a traducir con esmero Andreu Jaume, autor también de las serviciales notas y del extenso y excelente estudio que sirve de introducción a este título clave.
El centenario Murdoch es un buen pretexto para traer a coalición algunas de las muy concernientes cuestiones que plantea su obra maravillosamente adictiva. Yo al menos no pienso perder la ocasión de hacerlo
Pese a su brevedad, La soberanía del bien expone la esencia de la filosofía moral de Iris Murdoch, de la que su narrativa viene a constituir una suerte de correlato. De esto último no hay que derivar la sospecha de que las suyas sean novelas filosóficas, nada más lejos. Lo que sí son, y del mejor modo imaginable, son novelas morales; es decir, novelas que plantean dilemas morales, a veces muy profundos, por mucho que lo hagan sirviéndose de una irresistible fórmula que mezcla el vodevil y la alta comedia a partir de plantillas argumentales que, de un modo sutil y reiterado, remiten a Shakespeare, el Shakespeare de las comedias y de los romances, no el de las tragedias, dado que para Murdoch “la novela es una forma cómica”, en la medida en que la vida misma es cómica, por terrible que se nos pueda antojar a ratos.
La narrativa de Murdoch ensaya una y otra vez lo que cabría denominar de forma provocadora como “una épica de la virtud”, que se desarrolla casi indefectiblemente en el tablero del amor y que pone a prueba -ilustrándolas algunas veces, y otras refutándolas o simplemente poniéndolas en apuros- sus propias convicciones en el campo siempre lábil de la filosofía moral y de la ética que de ella deriva.
En su estudio introductorio a La soberanía del bien, Andreu Jaume, además de trazar las coordenadas filosóficas en que emerge el pensamiento de Murdoch, explora admirablemente las razones que explican su tránsito de la filosofía a la novela, y la relación que se establece entre estos dos vectores de su obra. Jaume termina su exposición citando unas palabras del filósofo canadiense Charles Taylor en las que dice que aún carecemos de perspectiva suficiente para evaluar la riqueza de los logros de Iris Murdoch. Taylor piensa en sus importantes contribuciones a la filosofía moral, pero éstas siempre deberían considerarse desde un punto de vista que abarque también a sus novelas, tachadas a veces de anacrónicas, de convencionales, de “realistas”, cuando lo cierto es que, subvirtiendo todas estas etiquetas, experimentan audazmente con la materia de que se ocupan, también en el aspecto formal (baste reparar en el manejo tan desinhibido que hace Murdoch de la verosimilitud).
El centenario Murdoch es un buen pretexto para traer a colación algunas de las muy concernientes cuestiones que plantea su obra maravillosamente adictiva. Yo al menos no pienso perder la ocasión de hacerlo. La entusiasta cofradía de sus seguidores ya está en movimiento. Avisados quedan.