Escribo esta columna en la víspera del 80 aniversario de la muerte de Antonio Machado en Colliure, el 22 de febrero de 1939. La efeméride ha dado lugar, cómo no, a numerosos recordatorios y homenajes, entre ellos el que previsiblemente se habrá celebrado ya cuando ustedes lean esto, el sábado 23, en la misma localidad francesa de Colliure, frente a la tumba del poeta, con la participación de Pedro Sánchez y Emmanuel Macron.
Otra vez Machado, pues.
Ningún otro poeta español, ni siquiera Lorca, ha tenido una presencia tan recurrente en la vida cultural y política española de la segunda mitad del siglo XX, ya desde el año mismo de su muerte. Unos y otros han tratado de apropiárselo con cualquier pretexto, y compiten a la hora de citarlo y de manosearlo, así sea al precio de abaratar el fino metal de su poesía y de convertirlo a él mismo -a despecho de su socarrona lucidez, nunca exenta de severidad ni de agudeza- en una especie de santurrón laico, apto para todo tipo de proclamas cívicas.
Como era de temer, no han faltado, tampoco en esta ocasión, quienes reclaman que su restos regresen a España. Hace cinco años, en 2014, fue la Junta de Andalucía la que reabrió un debate que remonta a los años más negros del franquismo. Días atrás ha sido la consejera de Economía y Hacienda de la Junta de Castilla y León la que ha vuelto a poner el dichoso asunto sobre la mesa.
Unos y otros han tratado de apropiarse de Machado con cualquier pretexto y compiten a la hora de citarlo y manosearlo, así sea al precio de convertirlo en una especie de santurrón laico, apto para todo tipo de proclamas cívicas
En un artículo de 1980, elocuentemente titulado “La demencia senil de la cultura española”, Rafael Sánchez Ferlosio daba cuenta, alarmado, de los intentos de crear una comisión constituida por la Real Academia y presidida por el Rey destinada, al parecer, a la restitución de los “pobres huesos” de Machado. En ese artículo, Ferlosio recordaba con pitorreo el ofendido celo de propietario con que, en 1977, Alfonso Guerra salía al paso de una campaña del ABC para que los restos de Machado fueran a parar al Panteón de Sevillanos Ilustres. Por su parte, el mismo Ferlosio declaraba sobre la cuestión: “No sé cuándo se tendrá la delicadeza de recordar que no fue circunstancia fortuita ni trivial la que le llevó [a Machado] a dar con sus huesos en Colliure, y sobre todo que no debe su sepulcro a algún anónimo e indiferente azar administrativo, sino al personal impulso de piedad de una mujer francesa, y comprender que ni aquella última huella de su vida tiene por qué ser borrada ni tan tierno acto de hospitalidad postrera merece ser deshecho, sino perpetuado”.
Por las mismas fechas (marzo de 1979), José Bergamín, en una encendida carta al director de El País, denunciaba “el tráfico indecoroso de cadáveres ilustres que inició el franquismo para enmascarar malas conciencias” y manifestaba contundentemente: “Los muertos caídos fuera de España, porque no pudieron o no quisieron volver a ella en vida, deben quedar en los sitios donde cayeron, dándonos ese testimonio histórico de su destierro que honra su vida entera”.
Diez años más tarde, en 1989, el entonces ministro de Cultura Jorge Semprún, en el vibrante discurso de apertura de un coloquio en torno a la actualidad de Machado celebrado en la Casa Velázquez, recordaba muy oportunamente que si Machado era considerado un “poeta universal” se debía a que, llegada la hora, supo ser partidista, es decir, tomar partido (a favor de la República, a favor de las clases desfavorecidas, a favor de la revolución). Y concluía : “Yo creo que es totalmente justo históricamente que Machado permanezca en Colliure [...] Yo creo que el símbolo de Machado en Colliure, o sea, que esté enraizado en el destierro para siempre, es un símbolo perfecto de lo que es Machado, de lo que significa y de lo que todavía hoy nos sirve Machado en la memoria colectiva”.
En sentido semejante se ha manifestado muy recientemente Ian Gibson, biógrafo de Machado, saliendo al paso de quienes pretenden reconocer en el regreso de los restos de Machado a España el símbolo de una reconciliación nacional y de una convivencia democrática que hoy más que nunca, después de cuarenta años de rodaje, queda todavía muy lejos de poder darse por consolidada.