Hace ya mucho, a finales de 2012, publiqué en esta misma sección una columna titulada “Didion y los editores”. Me refería en ella a una de las piezas recogidas en Los que sueñan el sueño dorado, una selección de artículos y ensayos de Joan Didion armada por Claudio López de Lamadrid para Literatura Mondadori (luego Literatura Random House), sello que él mismo dirigía. La pieza en cuestión era "Después de Henry", de 1992, y está dedicada a quien durante muchos años fuera el editor de Didion, primero en Farrar, Strauss & Giroux y luego en Simon & Schuster: Henry Robbins. El artículo de Didion es un emocionado homenaje a su amigo y mentor, fallecido en 1979. Lo he releído recientemente, y ha sido inevitable proyectar las palabras de Didion sobre tantas de las que se han pronunciado y escrito en los dos últimos meses acerca del mismo Claudio López.

Parece evidente que, cuando seleccionó este artículo, Claudio pensaba en su propia concepción del editor y del tipo de relación que éste debería establecer con sus autores. Pienso, incluso, que hasta cierto punto él mismo se identificaba con Robbins. Me consta, de hecho, que hubiera suscrito sin dudarlo declaraciones de Robbins como la siguiente, referida a su difícil papel en el marco de un gran grupo editorial: “Con más y más casas editoriales convirtiéndose en parte de conglomerados, la publicación personal puede parecer que se ha convertido en un anacronismo. Pero no creo que lo sea. El ingrediente esencial de una buena publicación es un editor fuerte y competente que tenga buenas relaciones con sus autores”. Como Robbins, Claudio también pensaba que el editor no debía perder el contacto con el libro por el que había apostado; que en lo posible le correspondía hacer un seguimiento del mismo, participando, siquiera a la distancia, en el entero proceso de su producción y divulgación. “El editor -decía Robbins- debería estar involucrado en el diseño del libro y la sobrecubierta, su comercialización, la venta de derechos subsidiarios, etc., además de tratar con el autor y trabajar en el manuscrito”.

Puede que la consternación que la muerte de Claudio ha provocado tenga que ver con el sentimiento generalizado de que con él ha muerto uno de los escasos, acaso últimos herederos del espíritu que animaba a los grandes editores de tiempos pasados

Ya en su tiempo (años 60 y 70 del pasado siglo), Robbins se mostraba muy consciente de los peligros que entrañaba el nuevo orden editorial y sus dinámicas. El número de títulos que corresponde programar al editor de un gran sello imposibilita el desarrollo cabal de las relaciones con los autores, entretanto cada vez más enrarecidas por la mediación de los agentes literarios.

Pese a lo cual, parece que siguen siendo muchos los escritores que, como Didion, necesitan y reclaman la figura amigable, protectora, casi patriarcal del editor. En una entrevista realizada con motivo de su reciente paso por España, el escritor argentino Luis Gusmán declaraba sin tapujos: “Yo necesito que el editor sea mi amigo”. De modo menos explícito, eso mismo parecen transmitir muchas de las manifestaciones de pesadumbre y de aprecio de tantos de los autores a los que Claudio López publicaba. Por su parte, el mismo Claudio no se cansaba de repetir que el editor debía estar enteramente al servicio del escritor, cuyas inseguridades y precariedad le correspondía mitigar.

Confieso que, dadas las circunstancias, son muchas las reservas que me produce esta presunción. Si bien mis suspicacias a este respecto topan con ese sentimiento de desamparo y de temor que no ha dejado de emerger con motivo del fallecimiento de un editor como Claudio. ¿Habrá que admitir que, como pretende Didion, “la relación entre editor y escritor es mucho más sutil y profunda” de lo que aparenta? ¿Que resulta “tan elusiva y radical que parece casi una relación de paternidad”?

Puede que el mayor mérito de Claudio como editor haya sido dar cabida a consideraciones de esta naturaleza en el marco de un gran grupo editorial, en el que todo conspira para que esa relación que él trató de privilegiar sea cada vez más descarnadamente comercial, menos personalizada. Puede que la consternación que su fallecimiento ha provocado en los medios editoriales de buena parte del mundo tenga que ver con el sentimiento generalizado de que con Claudio ha muerto uno de los escasos, acaso últimos herederos del espíritu que animaba a los grandes editores de tiempos pasados.